Se sienta al otro extremo de la mesa y junta las manos como si fuera a empezar un combate de aire en el que ella desea el triunfo del otro, del que tiene enfrente. Muchas veces en la vida habrá ejercido ese gesto que unen los ojos, la boca, la cara entera, en el deseo de que vaya bien no sólo esta esgrima que es conversar, sino toda la vida del que tiene enfrente. Sus libros, novelas que leen millones de personas en muchas lenguas, tratan de la maldad del siglo XX, lleno de guerras y de malas intenciones, pero en ellos sobresalen los personajes que quieren que sobrevivan la justicia y ciertas formas de felicidad. Viene del periodismo, y del periodismo político, que es de naturaleza picuda, como la vida misma, pero ella es apacible, además está totalmente fuera de ese oficio y ahora es una mujer de 1953 a la que la define la esperanza en la humanidad a la que mira desde sus libros. El semblante con el que mira inspira la idea de preguntarle por el origen de todo, y así fuimos hablando como si no nos oyera nadie.

Un poeta alemán, Michael Krüger, tiene este verso: “A veces la infancia me envía una tarjeta postal/ ¿Te acuerdas?”. ¿Qué postales le manda a usted ahora la infancia?

No nos podemos explicar a nosotros mismos sin la infancia. Y uno llega a una edad en la que se da cuenta de que acumula postales de la infancia. Por ejemplo, yo me acuerdo mucho de las tardes en que mi abuela me enseñaba a leer: “repite, empieza otra vez, entona…” Y yo sólo quería jugar [risas]. Pero creo que luego me hice una buena lectora gracias a ella.

¿Qué le hizo leer ella?

Me hacía leer de todo. Incluso libros que yo no entendía. Pero como soy lectora gracias a ella, esa postal no se me olvida. Me decía que había que leer todos los días y que llegaría el momento en que leer sería una necesitad para mí. Y eso se hizo realidad: el hábito de la lectura se convirtió en placer.

De eso ya han pasado muchos años, sobre todo desde el ocho de octubre de 1953…

¡Qué no nací el ocho de octubre, Juan! Todo mundo lee eso en Internet, pero yo nací el 29 de julio. ¡Ya me he cansado de decir que el ocho de octubre no es mi cumpleaños! Pero a la gente le da lo mismo. Como en Internet pone el ocho de octubre, pues… Recibo flores, me llegan bombones y, bueno, pues tengo que celebrar dos veces mi cumpleaños [risas].

¿Y a qué atribuye ese error?

Pues no lo sé exactamente. Como en Internet la gente mete lo que le da la gana y no se puede corregir, pues… A ver: tampoco es que me importe mucho. Porque, mira, ahora que decías lo de las postales de la infancia: a mí me fastidiaba no poder celebrar mi cumpleaños con mis amigas, porque un 29 de julio siempre estás de vacaciones y el colegio está cerrado. Así que… me parece estupendo celebrar el ocho de octubre con mucha gente [risas].

¿Qué significó para usted aprender a leer?

Significó abrir una puerta que nunca sabía a dónde me llevaría. Y ese sentimiento todavía lo tengo hoy. Es como cuando Alicia atraviesa el espejo. Es esa emoción: a dónde voy.

¿Cuál fue el primer libro que le llamó la atención?

De pequeña mi abuela me hacía leer libros clásicos: Helena de Troya o la Odisea en cómic… Luego me daba otros autores que creía que me iban a interesar. A Jane Austen, por ejemplo, porque a ella le encantaba. Yo debía de tener como siete u ocho años, y ya leía eso.

 ¿Qué decían esos libros de usted misma?

Pues… no lo sé. Lo que sí hicieron esos libros fue ensanchar mi mundo. Yo leía en un balcón y, a partir de entonces, supe que había sitios y cosas que tendría que conocer más allá de mi balcón.

¿Cuándo se dio cuenta de que la vida iba en serio, como dice Jaime Gil de Biedma?

Yo creo que… quizá… en la adolescencia. Porque en esa etapa se da la pérdida de la inocencia. Sobre todo, porque había que conocer y afrontar lo que estaba fuera de casa.

Pero ahí el peligro se combinaba con el conocimiento, ¿no?

Bueno, yo pasé de tener una infancia muy feliz a tener que enfrentar en serio los estudios, el darte cuenta de que tú no eras el centro del mundo, como ocurría en casa. En decir: las cosas empezaron a ser más rígidas. Pero también te dabas cuenta de que uno se iba encauzando. Yo tuve una profesora de literatura que fue determinante para que luego yo fuese periodista. Yo quería estudiar Física, pero ella me dijo: ‘a ti lo que se te da bien es escribir.’ Y sí, yo escribía cuentos.

 ¿Recuerda alguno de esos cuentos?

 Sí. Recuerdo la historia de un perro y una farola. El perro iba con su dueño, paraban en un semáforo y el perro empezaba una conversación con la farola. Qué disparate, ¿no? [risas]. Es que yo era muy imaginativa y, cuando era pequeña, además sostenía que yo era un hada y que podía hablar con los animales, y con algunos objetos, y ver seres que otros no veían. Y estaba tan convencida de que era un hada que un día casi me parto la crisma. Un día mi madre me trajo de Londres un paraguas rojo, muy bonito, y convoqué a todos los niños de mi clase y de mi barrio, vivíamos frente al Senado, y me subí a un muro para demostrarles que me iba a tirar y que iba a volar con mi paraguas. En ese momento mi madre se asomó al balcón y pegó un alarido, bajó corriendo y ahí se terminó mi carrera de hada.

Pero con una mentalidad de hada, nada podía sorprenderle, ¿no?

No. A mí me sorprende todo. La verdad, sí me hubiese gustado ser un hada. Pero con aquel el golpe de realidad… tuve que asumir que los árboles no me hablaban, que las farolas no hablaban…. Que ese mundo mágico no existía y que yo era como todos los demás y que tenía que estudiar. Y fue duro admitirlo, eh. Era como renunciar a una parte de ti. El mundo que había construido no servía a la hora de ser mayor. Eso era sí y había que asumirlo.

¿Cómo fue ese encuentro con la realidad?

Difícil. En el momento en que convoqué a los niños para demostrarles que yo era un hada con mi paraguas rojo, todos se rieron y esperaban que cayera para reírse más.

¿En casa cómo era la relación con sus padres?

Con mi madre. Yo vivía con mis abuelos y con mi madre. Fue una infancia feliz, con mi perro, con mis primos, con mi abuela, sobre todo con mi abuela.

¿Qué aprendió en la adolescencia?

El sufrimiento. La adolescencia es el momento de grandes cambios. Fuertes. Algunos dolorosos. 

¿Cómo dominaba ese sufrimiento?

No estoy segura de dominar el sufrimiento. Aprendes a convivir con él. Pero es parte del aprendizaje de la vida.

¿Podía compartirlo?

Sí. Tenía muchísimos amigos. Una vez que renuncié a ser un hada, no tuve problemas. El otro día, en la Feria del Libro de Madrid, se presentó una amiga del cole a quien no veía desde hace muchísimos años y me dijo que ella me recordaba, sobre todo, leyendo. Leyendo y no tanto jugando. Tal vez, no lo sé. Porque si yo me entusiasmaba con un libro, me costaba mucho soltarlo. Y me parecía que el mejor plan era estar leyendo.

¿Qué libros le marcaron en esa etapa de su vida?

Mi abuelo me insistía mucho en que había que leer a los clásicos. Y a veces me entretenían los clásicos y otras no. Pero yo podía coger cualquier libro, eh, porque nunca me prohibieron nada. Yo leía compulsivamente y de todo. A mí me gustaban mucho las novelas, porque te enseñaban otras maneras de vivir.

¿Y no escribía en ese periodo?

Sí. Escribía diarios. La verdad es que dejar la infancia fue difícil de sobrellevar y había que refugiarse en algo.

¿Qué fue lo más doloroso de la adolescencia?

Pues quizá la deslealtad. Aprendes que gente a tu alrededor no siempre es como crees que es. Es que para mí los amigos son muy importantes y duele mucho perderlos, tener algún desencuentro con ellos… y tener la sensación de que no hay pegamento que arregle eso que se ha roto.

¿Y en la adolescencia conoció el enamoramiento?

Sí, claro. La adolescencia es el descubrimiento de todo.

 ¿Y vio también que no estaría mal ser periodista?

Fue un tiempo de confusión. De frustración, también. Fue aprender que hacerse mayor implicaba hacer renuncias. Y que las circunstancias iban a ser las que manejaran realmente mi vida, no yo. Quizá eso se ve en mis novelas. Ese deseo de tener las riendas de tu vida, tratar de que las circunstancias pasen a segundo plano. Pero sí, finalmente elegí el periodismo y ha sido una gran pasión, me ha dado las herramientas para escribir, me ha permitido conocer a gente a la que quizá jamás podría haber conocido. Y, ¿sabes?, me gustó mucho poder vivir y contar la Transición. Fue un época de nuestra historia de la que hay que sentirse orgullosos. El paso de una dictadura a una democracia fue algo muy intenso. Y lo disfruté muchísimo.

Fue un tiempo singular e interesante para ser vivido como periodista, sí. Pero, ¿en qué momento se jodió aquel periodismo?

Bueno, las cosas cambian. No se puede vivir siempre en un estado de excitación absoluta. Llegan nuevas generaciones, hacen periodismo de otra forma… Pero no quisiera decir que todo tiempo pasado fue mejor, porque me interesa más el futuro. Pero sí creo que no todo en los medios se está haciendo bien. Para empezar ya no hay empresarios periodísticos, ahora los medios están en manos de fondos de inversión, y eso marca. La precariedad en el empleo también. Las nuevas tecnologías también.

 Dejó el periodismo cuando…

… ¡cuando ya para mí era muy incómodo! Cuando ya lo que se hacía no me satisfacía, cuando la opinión empezó a estar por encima de la información, cuando las tertulias entre contrarios eran lo que proliferaba… No sé. Eso no me gustó.

Dejó el periodismo y se abrazó a la ficción, pero basada en la realidad.

Sí. Supongo que por herencia del periodismo, que no es algo menor. Ser periodista me ha permitido vivir muchas vidas y conocer a mucha gente, y me dio muchas herramientas para escribir. Y, bueno, no me gustó estar en las tertulias, me parecían una perversión y… Las novelas me daban la oportunidad, sobre todo, de ver qué hay detrás de las decisiones que tomamos los seres humanos.

¿Qué ha aprendido al abordar la realidad desde la ficción?

Quizá a ser mucho más benevolente con los demás y conmigo misma, es decir, con la condición humana.