George Carpentier fue uno de los primeros héroes del deporte francés. El único que durante el comienzo de siglo pudo rivalizar en popularidad con los grandes ciclistas que en el mes de julio se dejaban el alma en las carreteras para ganar el Tour. Era un boxeador elegante que se hizo célebre en Estados Unidos por haber tomado parte en el legendario combate contra Jack Dempsey en 1921, el primero que logró superar el millón de euros de recaudación. Algo impensable para quien estaba destinado desde pequeño a trabajar en una mina de carbón.

Cuando en verano de 1921 George Carpentier se bajó del barco que le había llevado desde Francia a Nueva York los americanos se sintieron inmediatamente seducidos por su elegancia y educación. Era un hombre alto, espigado, cortés, con la sonrisa siempre a punto, de mirada franca, vestido de forma impecable al estilo que se imponía en Europa, con el sombrero en la mano cada vez que saludaba a alguien. No parecía un boxeador. Acostumbrados a la rudeza y el desarraigo de la mayoría de los púgiles estadounidenses, Carpentier era otra cosa. Su estilo, que también se correspondía en gran medida con su forma de boxear, hizo que la prensa le bautizase con el sobrenombre de el "hombre orquídea". Lo que desconocía el gran público es que su origen tenía bastante en común con el de las fieras a las que veían pelear en los gimnasios neoyorkinos, en el Polo Grounds o en el viejo Madison Square Garden.

Porque Carpentier iba para minero. Donde nació, en Liévin, no muy lejos de Lens, era difícil vivir de otra cosa que no fuese el carbón. Su padre tenía claro que en cuanto alcanzase la adolescencia George le acompañaría en las oscuras galerías que proliferan en la región de Pas de Calais. A comienzos del siglo XX no había mucha más alternativa en aquel territorio. A su padre solo le preocupaba una cosa. George era extremadamente delgado, algo que también tenía que ver con la deficiente alimentación, y por ello decidió que con once años comenzase a acudir a clases de gimnasia con la intención de que su cuerpo se fuese endureciendo para aguantar el exigente trabajo que le esperaba en la mina. A regañadientes el muchacho aceptó el mandato paterno, algo que le permitió asistir en más de una ocasión a las clases de boxeo que François Deschamps daba en una sala próxima a donde él entrenaba. Se sintió atraído por aquel deporte, por la astucia de la que hablaba el profesor, por los valores que predicaba. Así, casi sin querer, comenzó a convertir el boxeo en uno de sus juegos favoritos, un simple pasatiempo con los amigos. De vez en cuando se cruzaba con Deschamps y le preguntaba que cuándo podría entrenarle, aunque el entrenador nunca se lo tomaba demasiado en serio.

Pasó el tiempo y un día le vio por casualidad peleando con un amigo en un recreo. Le llamó la atención por su habilidad y decisión. Ahora era él quien quería ser su entrenador. Pero el problema estaba en casa, donde los planes de su padre permanecían intactos. Solo aceptaron cuando Deschamps les rogó que retrasasen la entrada de George en la mina para conocer las posibilidades reales del chico y que él se encargaría de pagarles el dinero que iba a ganar durante ese tiempo en la extracción de carbón.

Así comenzó la carrera fulgurante de Carpentier que disputó su primer combate profesional con catorce años y que a los diecisiete ya era campeón de Francia y de Europa del peso welter; con dieciocho sumó el título continental de los medios y con diecinueve, el de los semipesados. Avanzaba por los pesos con una facilidad pasmosa. Todo tenía que ver con el hecho de que su cuerpo aún estaba en formación. Y eso le permitía ir saltando de una categoría a otra con relativa facilidad sin perder velocidad ni potencia en su pegada. El dinero ya había comenzado a llegar a la casa familiar en Liévin y la mina se alejaba de su futuro.

Con apenas veinte años ya era una celebridad en Francia tras la victoria en Bélgica ante Billy Wells que le convirtió en campeón de Europa de los pesados. En apenas cuatro años había demostrado que no había en todo el continente un púgil, independientemente del peso, con capacidad para hacerle frente. El siguiente paso era conquistar el mundo, pero la Primera Guerra Mundial ralentizó su camino. Cinco años perdidos para el boxeo, pero que le permitieron agigantar su leyenda. Se alistó y fue destinado al ejército del aire con el que combatió como piloto y se ganó algunas de las condecoraciones más importantes que se conceden en Francia. Como sucedió con algunos de los mejores ciclistas franceses de la época como Octave Lapize o François Faber, la guerra pudo haber sido el punto final de su carrera. Pero Carpentier salió de ella sano y salvo y con ganas de recuperar el tiempo perdido. Un año después, en 1920, alcanzaba la corona mundial de los semipesados tras vencer a Battling Levinsky por KO en el cuarto asalto.

Llegó entonces la llamada de Tex Rickard, el hombre que pretendía convertir el boxeo en un deporte de masas y que guiaba los pasos del todopoderoso Jack Dempsey. El empresario texano le ofreció disputar el título mundial de los pesados en Nueva York en verano de 1921. Prometió la mayor bolsa que nunca había recibido un boxeador en toda la historia y formar parte de todo un acontecimiento. Deschamps y Carpentier aceptaron encantados.

Rickard planteó la pelea como la lucha entre un hombre elegante y bueno -Carpentier- contra un malote, algo descarado y deslenguado como era Dempsey. Un héroe de guerra contra quien se había escabullido para evitar el paso por el ejército. Su única intención era dar que hablar a los periodistas y que el ruido alrededor de la pelea no se detuviese. Convencido de que desbordaría las previsiones y tras recibir la negativa de utilizar el Polo Grounds, Rickard construyó en una parcela en Jersey un gigantesco recinto con gradas de madera para acoger el combate: "Los treinta acres de Boyle". 90.000 personas, entre ellas personalidades como Rockefeller, William Vanderbilt, Vincent Astor y Henry Ford, se reunieron para asistir a la pelea. La recaudación superó por primera vez el millón de dólares (no estuvo lejos de los dos millones) y los boxeadores se hicieron ricos de golpe. Carpentier cobró 200.000 dólares, una cifra que le permitiría vivir tranquilo el resto de sus días. La pelea confirmó la superioridad del "Matón de Manassa". Dempsey, tras un comienzo igualado, noqueó a Carpentier en el cuarto asalto. El francés asumió la derrota con la elegancia que había mostrado dentro y fuera del cuadrilátero. Lo primero que hizo fue poner un cable a su mujer: "He sido batido limpiamente por un hombre que era demasiado fuerte para mí. No lesiones ni en la cara ni en el cuerpo. No te preocupes. Te cablearé más tarde con mis planes, amor".

Sus planes pasaban por alejarse poco a poco del boxeo. Apenas combatió durante los cinco años siguientes y en 1926, con 32 años, decidió que había llegado el momento de colgar los guantes y dedicarse a invertir el dinero que había ganado y a disfrutar de la merecida fama. Francia le conservó en un pedestal.