En la historia del golf pocos escenarios reúnen mayor cantidad de leyendas que el célebre Amen Corner de Augusta. Una zona algo apartada del legendario recorrido que comprende los hoyos once, doce y trece. Tan agradables a la vista como diabólicos y que recibió su célebre apodo gracias a la edición del Masters de 1958. Intervinieron en ello Arnold Palmer, la lluvia, el jazz y un periodista novato que reclamaba más tiempo para escribir su crónica.

Arnold Palmer, el chico que había aprendido a jugar al golf en Latrobe, donde su padre trabajaba como cuidador del campo, estaba en 1958 ante la posibilidad de ganar su primer Masters de Augusta. Ya habían pasado tres años desde que en compañía de su novia se había echado a la carretera con la idea de vivir del golf. Su talento y su inmenso carisma no tardaron en convertirle pronto en uno de los grandes referentes para un deporte que, con el paso de los años, popularizó de la mano de Nicklaus y Gary Player.

La noche anterior a la última jornada del Masters de 1958 una fuerte tormenta descargó sobre el idílico Augusta National y puso muy pesado el extraordinario campo creado veinticinco años antes por Bobby Jones. La organización, viendo el estado del terreno, tomó la decisión de aplicar una regla local en esa jornada. La bola que se quedase incrustada en la calle podía ser sacada del agujero y dropada sin penalidad. Con esa premisa salió Arnold Palmer a librar una batalla con un puñado de jugadores a los que separaban un par de golpes y sobre todo con Ken Venturi, líder las dos primeras jornadas.

El torneo sufrió su momento más dramático en el hoyo 12. En la zona más alejada del campo, en una especie de esquina que forman el final del once, el doce y la salida del trece. Allí donde Augusta luce más espectacular con su flora infinita, pero también donde abundan las trampas y el viento forma extraños remolinos que no siempre son fáciles de desentrañar. Allí surgió la leyenda del Amen Corner. En el doce, un par tres diabólico que ha sepultado las esperanzas de muchos jugadores a lo largo de la historia, Palmer salió muy largo y clavó la bola en la ladera que hay detrás del green. El de Pensilvania mantuvo entonces una larga pero educada conversación con el árbitro del partido que le dijo que debía jugar en esas condiciones mientras él consideraba que podía dropar sin penalidad. Concluyó el hoyo con un doble bogey según la opinión del árbitro y a continuación sacó otra bola de la bolsa y la jugó tras dropar. Con la segunda hizo el par. Dos golpes de diferencia que ahora estaban en manos del jurado que se reunió de inmediato para tomar una decisión mientras los jugadores seguían su recorrido por el campo. En el siguiente hoyo, Palmer firmó un extraordinario eagle que en gran medida le compensaba en el supuesto de que el fallo fuese en su contra. Su gorra voló por los aires tras embocar un putt de más de diez metros.

En mitad del quince llegó la resolución del jurado. Palmer tenía razón y en su tarjeta quedaba anotado el par en el hoyo doce. La diferencia era abismal. Pasaba a ser líder del torneo con tres golpes de ventaja y tres hoyos por delante, una ventaja que defendió no sin dificultades ya que cometió dos bogeys en los dos últimos hoyos que le dieron algo de emoción al desenlace del torneo. Palmer ganaba así el primer grande de su carrera, el primer Masters de los cuatro que caerían en su biografía. Arrancaba una de las grandes leyendas de este deporte, uno de sus iconos que lo impulsarían.

Faltaba contar aquella historia. Y en eso estaba, entre otros muchos periodistas, un joven llamado Herbert Warren Wind que desde hacía cuatro años había comenzado a escribir de golf en una revista que había nacido cuatro años antes y se llamaba Sports Illustrated. Warren sentía cierta alergia a escribir deprisa y se sentía intimidado por los periodistas veteranos que llenaban las páginas de los periódicos, trasladando en unas pocas horas lo que acababan de vivir al papel. Por eso agradecía el trabajo en el semanario que le permitía reposar la crónica y buscar una interpretación de los hechos más reposada. Pero con Augusta tuvo un problema a los dos años de comenzar a trabajar en la revista. Dado el interés que despertaba el torneo, el editor le reclamaba una crónica amplia para incluir en la edición que iba a las máquinas la mañana del lunes. Eso le obligaba a vivir acelerado el domingo por la noche. Lleno de inseguridades acababa el torneo y se encerraba en el motel para escribir hasta las dos de la mañana. Luego se levantaba a las seis, releía, mecanografiaba y se iba a la oficina de la Western Union para enviarla. Una situación que le generaba un enorme estrés.

Antes de empezar la edición de 1958 Warren le pidió a su editor que le permitiese escribir de urgencia una crónica con lo detalles más urgentes sobre lo que hubiera sucedido y para la edición de la siguiente semana un relato más largo y meditado. Impresionado por lo que acababa de hacer Arnold Palmer y la forma en la que se había resuelto el torneo en aquellos tres hoyos del campo de Augusta, el joven periodista se esforzó por encontrar una manera de llamar a esa zona. Sin más pretensiones que adornar un artículo. Aficionado al jazz se acordó entonces de una canción no muy conocida que se titulaba Shootin in that Amen Corner y en la que se hacía referencia a una esquina de Nueva York, próxima a la zona en la que se imprimía una enorme cantidad de biblias, y en la que se solían juntar muchos predicadores para vender sus productos. Era la esquina en la que más veces se escuchaba la palabra "amen" de toda la ciudad. De ahí el nombre y de ahí la canción que el periodista recordó. Warren decidió emplear en el comienzo el artículo el término Amen Corner para describir el lugar en el que se había decidido el Masters de 1958 y que invitaba a los jugadores a exclamar Amén cuando salían de allí. Y aquel joven escritor de Sports Illustrated descubrió unos años después que había bautizado uno de los lugares más emblemáticos del deporte mundial.