En los más de cuarenta años que han pasado desde que Carlos Gil (Buenos Aires, 1951) aterrizara por primera vez en A Coruña, nadie le ha visto sin bigote. Es el rasgo físico que más le caracteriza, el que lo identifica en las fotos a lo largo de las décadas. Su acento argentino, que no perdió en todo en este tiempo salpicado de toques de gallego, es otra de sus marcas personales. Tanto como el hockey sobre patines y, en concreto, el Liceo. De pocos se puede decir aquello de que son historia viva de su deporte, de un club. Que su nombre es sinónimo de títulos. Que no necesitan carta de presentación. Tres tópicos que encajan a la perfección en la definición del exjugador y ya exentrenador verdiblanco. 27 temporadas repartidas en cuatro etapas, 19 títulos más el honorífico de mejor entrenador del mundo.

Y uno no es considerado el número uno así porque así. Lo es por sus conocimientos técnicos y tácticos. Su cabeza es un ordenador y por eso no necesita pizarra. Pero también por la aplicación de la psicología al juego. Apretar cada tecla en el momento adecuado. Soltar la cuerda cuando era necesario. Y todo sin que el jugador se diera cuenta. Exprimía sus plantillas y sus recursos, escasos en sus últimos años, mejor que nadie. Además de darle ese estilo tan particular, marca de la casa, un juego de ataque que enganchó al público de todas las latitudes.

Cualquiera que viera un partido de hockey por primera vez, sin embargo, podría sorprenderle su aparente tranquilidad en el banquillo. En los tiempos más recientes, ni siquiera visitaba el vestuario en los descansos. Las órdenes justas, pero precisas. Sin aspavientos, algo tan habitual en deportes mediáticos en los que algunos entrenadores se convierten en una caricatura de sí mismos. Pocas cosas había que le hicieran perder los nervios. Humilde y discreto en las celebraciones dejaba que los jugadores fueran los protagonistas. En las derrotas, asumía la culpa. Nunca una palabra más alta que la otra. Pero cuando lo hacía, defendía a los suyos hasta el final. Y tras terminar el partido, era capaz de resumirlo en dos palabras. Una lectura también rápida y directa al grano, aunque con algún mensaje entre líneas para los árbitros, el rival, sus propios jugadores o la prensa. Del carácter gallego se le pegó la retranca.

Llegó en 1976, con 25 años y cuando todavía era una locura pensar en un Liceo campeón. Desde su fichaje el equipo dio un salto cualitativo tras otro. Empezando por el ascenso de Primera a División de Honor en la temporada 1978-79. Fue el principio de lo que en menos de medio siglo llevaría al coruñés a convertirse en el club más laureado de Galicia con 39 títulos, 19 de ellos con presencia del argentino. Es más, solo tardó tres años desde el ascenso hasta levantar, como capitán, sus primeras copas, la del Rey y la CERS (1981-82) y después la liga (1982-83).

Cuando decidió colgar los patines se pasó al banquillo y ya en su primera temporada conquistó la Copa del Rey (1983-84). Cerró su primera etapa un año después. Hizo un paréntesis y se marchó al máxima rival, el Dominicos, al que hizo campeón de la Copa del Rey. Tras casi una década regresó al Liceo (1993-94) durante cuatro temporadas con una Copa del Rey (1996-97) como resultado. En la tercera etapa -volvió en la 2000-01- fueron cinco fructíferas: Liga Europea (2002-03) y Copa del Rey, Supercopa de Europa e Intercontinental (2003-04). Por último, la cuarta estuvo repleta de éxitos a lo largo de ocho años (2009-2017): Copa CERS (2009-10) nada más llegar, dos Ligas Europeas (20011 y 2012) consecutivas, la Supercopa de Europa (2013), la Intercontinental (2013), la OK Liga (2012-13) y, para cerrar el círculo, la Supercopa de España (2017), único título que faltaba en las vitrinas verdiblancas.

Después de todo esto, el club le abrió la puerta de salida y a él no le quedo más remedio que atravesarla. Lejos de los focos. Sin homenajes, más allá de comentarios en redes sociales de muchos de los aficionados. Ni una palabra en público de los que hasta hace poco fueron sus jugadores, que esta temporada llegaron a cuestionar sus métodos. Ya se hacía difícil imaginarse un Liceo sin Jordi Bargalló. Él era el cerebro sobre la pista de Carlos Gil, que ahora tampoco estará detrás de la valla. Un dúo culpable de los éxitos liceístas de la última década, llena de adversidades, y de la que ya solo queda un superviviente. Gil se acostumbró a reinventar al equipo después de cada verano, reconstrucción que ahora hay que hacer sin su mayor valedor. Nadie es imprescindible, decía. Unos más que otros. Recuperar la identidad perdida será el principal reto de los que se queden.