Sports Illustrated llegó a considerarlo "el atleta más hermoso del mundo". Se llamaba Tamio Kono y durante años sus padres vivieron alarmados por los problemas que tenía para ganar peso. Pero todo cambió después del encierro al que su familia, hijos de inmigrantes japoneses en Estados Unidos, fue obligada después del ataque a Pearl Harbour y la entrada de los americanos en la Segunda Guerra Mundial.

Tamio Kono pasó su infancia en Sacramento acomplejado por su extrema debilidad. Padecía asma y sus padres, dos japoneses que habían trabajado en la industria conservera antes de abrir su propia imprenta, estaban alarmados por su poco peso. Crecía despacio y resultaba imposible hacerle engordar. Los profesores de su colegio le apartaron de las clases de educación física por miedo a que eso supusiese un inconveniente extra para el niño y los señores Kono recurrieron a todo tipo de consultas médicas. Las convencionales y también las que se basaban en tradiciones japonesas ancestrales.

La solución llegaría de forma inesperada gracias a la Segunda Guerra Mundial y al drama que vivieron los japoneses en Estados Unidos. Tras el ataque a Pearl Harbour en diciembre de 1941 el Gobierno estadounidense decidió encerrar en lo que se conoció como "campos de recolocación" a los cerca de 120.000 japoneses que habitaban en esos momentos Estados Unidos, la mayoría de ellos residentes en la costa oeste. La decisión fue producto de la histeria que recorrió el país y que alimentaron determinados políticos y medios de comunicación. El miedo a que algunos de estos japoneses estuviesen trabajando de espías para el enemigo llegó a tomar una decisión atroz y de la que no podían librarse las familias enteras de nisei (japoneses hijos de los inmigrantes que habían llegado años antes) que vivían en el país.

La familia Kono, obligada a abandonar su casa y sus pertenencias en Sacramento, fue llevada a Tule Lake, en California. Era el campo más grande de todos, con casi veinte mil personas. Sin llegar ni de lejos a los extremos de los campos de concentración alemanes, los japoneses se vieron despojados de la libertad, el bien más preciado, y durante años vivieron en barracones rodeados por metros de alambre de espino y bajo la vigilancia de hombres armados. La estancia de Tamio Kono en aquel centro le cambió la vida y el cuerpo. El clima seco del desierto le ayudó a combatir el asma y un grupo de japoneses con los que entabló amistad le animaron a levantar pesas para ganar fortaleza. El chico siempre había sentido curiosidad por esa modalidad deportiva. De hecho, con once años y convencido de que tenía un problema de peso, pidió informacion por correo sobre un curso de culturismo. Pero no pudo inscribirse, como era su intención, porque no tenía los 36 dólares que le costaba la matrícula.

Pese a que sus padres no lo veían con buenos ojos, Tamio comenzó a levantar pesas en el campo de Tule Lake. Y le gustó aquella actividad. Se sentía mejor en lo físico, pero también en lo mental. Poco a poco su cuerpo empezó a cambiar y a digerir de manera correcta el entrenamiento de fuerza. Estuvo encerrado en aquel lugar durante más de dos años. Entró cuando tenía doce y salió cuando ya había cumplido los catorce y la guerra ya había terminado. Cuando regresó a Sacramento con sus padres dispuestos a retomar su vida en el punto exacto donde la habían dejado tras el ataque a Pearl Harbour ya no era ni mucho menos el chico endeble que entró en Tule Lake. Tamio, que en el futuro americanizaría su nombre y pasaría a ser conocido como Tommy Kono, comenzó a estudiar ingeniería aunque nunca se apartaría del entrenamiento con pesas. Comenzó a practicar la halterofilia y a los 18 años se presentó a su primera competición nacional consiguiendo un magnífico segundo puesto.

En 1950 Kono fue reclutado por el ejército americano pero la oficialidad le dispensó de la posibilidad de enviarlo a la Guerra de Corea por las evidentes condiciones que tenía y para que se preparase de cara a los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki. A cambio, permaneció en Estados Unidos ayudando en la instrucción de los soldados algo que le permitía disponer de tiempo para seguir con sus entrenamientos.

Tamio acudió a Helsinki y conquistó la medalla de oro de halterofilia en el peso ligero. Iniciaba así una década prodigiosa en la que sumaría tres medallas olímpicas y seis campeonatos mundiales. Los tres primeros de forma consecutiva en el peso semipesado (1953, 54 y 55) y también en esta misma categoría logró en Melbourne 1956 su segundo oro olímpico. Después de eso llegarian otros tres mundiales esta vez en el peso medio (1957, 58 y 59) y redondearía su palmarés con la plata olímpica en Roma en 1960.

De él sorprendía por encima de todo su enorme facilidad para subir y bajar de peso, para dominar en diferentes categorías. Lo que para cualquier otro deportista (no solo los halteras) supone algo realmente complicado, para Tamio resultaba muy sencillo y que simplemente atribuía al número de comidas que hacía al día. "Cuando tengo que bajar de peso o mantenerme hago tres comidas al días y cuando toca subir paso a seis o siete al día. No hay más secreto que ese" explicó en cierta ocasión.

Los éxitos de Kono no se limitaron solamente al mundo de la halterofilia. También practicó el culturismo y ganó cuatro veces el título de Míster Universo. Fue en aquella época cuando Sports Illustrated le consideró el "atleta más hermoso del mundo" y su fama a nivel mundial se disparó. Eran muchos los países que le reclamaban para hacer exhibiciones o que pedían la organización de campeonatos con la esperanza de verle en acción. En la década de los sesenta, una vez retirado como deportista, comenzó a trabajar como entrenador en el equipo americano de halterofilia. A comienzos de este siglo la Federación Internacional le eligió el mejor haltera del siglo XX. Algo impensable viendo en 1942 al niño escuálido que entró con sus padres en el campo de Tule Lake.