Se llama Pucho Boedo, como el cantante. Pero él donde se mueve con soltura no es en el escenario, sino sobre el tatami. Y aunque solo compartan el nombre, este no se queda atrás en méritos. Para empezar, el judoka, que convive con una deficiencia visual grave, es el único medallista coruñés en unos Juegos Paralímpicos con su plata en Atlanta 1996. También participó en Sidney 2000, con un diploma como botín. Y fue campeón de Europa (y plata y bronce continentales), subcampeón del mundo y tiene nueve títulos nacionales. El mes pasado este palmarés le valió el reconocimiento de la Xunta de Galicia al Mérito Deportivo. "Pero mi mejor medalla no es esa", dice. Porque hay algo está por encima de todo como es la propia vida. "En 2013 superé un cáncer de colon que me tuvo trece años alejado del deporte", confiesa. El alta la celebró con su vuelta a los ruedos, aunque esta vez para ponerse del otro lado y traspasar todos sus conocimientos y experiencias ya convertido en maestro para enseñar el camino a los futuros campeones en el colegio Karbo. "No prometemos eso, pero sí cinturones negros", matiza. Y medallas de oro en diversión.

Esta es la historia resumida del que sí fue un campeón. "Y eso que empecé tarde en el judo", recuerda. El deporte le enganchó ya con más de veinte años, cuando entró por primera vez en el gimnasio de su barrio, el Shiai, donde ya hacía de las suyas Victorino González, diploma olímpico en Seúl 1988Victorino González. Así que, rodeado de referentes, Pucho aprendió rápido. Tanto que sin darse cuenta ya estaba ganando medallas en los Campeonatos de España y de ahí, a Campeonatos de Europa, del Mundo e incluso a dos Juegos Olímpicos. Fue fundamental también la beca que recibió de la Fundación ONCE con la que se trasladó a Madrid para entrar en la Blume. "Allí nos machacábamos. Era comer, dormir y entrenar. Teníamos que cumplir con unos objetivos y te exigían", comenta. "Por la semana entrenábamos cinco o seis horas al día y los fines de semana viajábamos a las competiciones de liga europea y mundial, que eran las que nos clasificaban para las grandes competiciones", añade.

Mereció la pena pese a que también derramó muchas lágrimas porque la exigencia era enorme. Pese a eso, el auténtico golpe se lo dio la vida cuando los médicos le diagnosticaron un cáncer de colon. "Superarlo es la medalla más valiosa que tengo", reconoce. "Gracias a Dios le he ganado a la enfermedad y ahora todo lo que me venga, bienvenido sea". Y si es en el judo, su "segunda vida", mejor. Sabe que le debe mucho porque según él, es el mejor deporte en general y en particular para aquellos con sus mismas condiciones. Porque prácticamente no hay diferencia entre los que ven y los que no. "Nosotros empezamos agarrados con una mano, pero nada más", precisa. El resto es cuestión de sensaciones, movimientos, fuerza, de agilidad y técnica. Un baile que se puede hacer con los ojos cerrados.

"Yo no soy ciego, pero por una enfermedad fui perdiendo progresivamente la vista y tengo una deficiencia visual grave. Gracias al judo, con el que me realicé a nivel personal, ni me acuerdo que la tengo, es algo con lo que vivo y a lo que no le doy importancia", apunta. Le quita dramatismo. También desde su nuevo rol de maestro. "Tenemos que aprender exactamente igual que una persona que ve normal", admite. De todos modos, agradece las facilidades que le están dando tanto en la Federación Gallega de Judo como en su propio club, el Karbo. Y en especial, su maestro Jaime Roque. "Con él nunca pierdo la curiosidad porque es la única forma de conocer más cosas", reflexiona. Es algo que siempre va inherente a él. Las ganas de saber, de aprender, de enseñar y, en definitiva, de vivir.