Alfonso de Portago, descendiente de conquistador, fue el primer español que competió en la escudería de Ferrari en los años cincuenta. Su vida daba para una novela o para una película gigantesca. Disfrutó como pocos de los placeres que le ofrecía la vida, aunque su amor por la velocidad, una de sus grandes pasiones, acabaría por convertirse en su perdición. Solo llevaba unos meses a las órdenes de Enzo Ferrari cuando le obligarían a acudir a una prueba por la que no sentía ninguna simpatía. Y allí llegó su trágico final.

Su nombre ya anunciaba aventura. Alfonso Antonio Vicente Eduardo Ángel Blas Francisco de Borja Cabeza de Vaca y Leighton se llamaba, aunque sería recordado como el Marqués de Portago, Alfonso de Portago o simplemente Fon, que es como le llamaban los fieles compañeros de las innumerables juergas que se correría en su vida. Aristócrata, descendiente directo del explorador y descubridor de La Florida, Núñez Cabeza de Vaca, tuvo desde pequeño tanto dinero como ansias por gastarlo y disfrutar de toda clase de experiencias. Londres -donde nació-, París, Madrid, Nueva York? pertenecía a toda las ciudades y a ninguna. Su vida fue un guión de cine en el que no faltaba de nada: tórridos y celebrados romances con estrellas del cine o la moda y una apasionada inclinación por cualquier actividad que tuviese que ver con el riesgo o la velocidad. Era impulsivo, temerario incluso, capaz de volar bajo el puente de Londres solo para ganar una apuesta de quinientos dólares a un grupo de amigos. A nadie le extrañó que el deporte acabase por seducirle.

Sus devaneos con el deporte comenzaron en el mundo de la hípica, como jockey. Pese a sus primeros éxitos, no tardó en apartarse de esa modalidad que le obligaba a seguir una dieta salvaje para subirse al caballo. Y la comida y la bebida eran de esos placeres a los que Alfonso de Portago no estaba dispuesto a renunciar. De allí saltó al bobsleigh e incluso consiguió un cuarto puesto en los Juegos Olímpicos de invierno de 1956 para España. Aquel fue el tiempo en el que empezó a interesarse por los coches. Nano da Silva, un buen amigo, le introdujo en un mundo que le fascinó. Velocidad, mujeres, dinero? el automovilismo de entonces parecía hecho a la medida de su personaje. No tardó en conseguir buenos resultados aunque al principio le costó poner bastante dinero de su bolsillo para montar equipos privados y comprar coches con los que competir. Pero pese a lo impulsivo de su conducción -cometía excesivos errores- no tardaron en llegar buenos resultados e incluso Fangio se sorprendía por su manera de pilotar. Ganó carreras en diferentes categorías y llegó a disputar cinco pruebas de fórmula uno antes de que Enzo Ferrari le ofreciese formar parte de su equipo. Il Commendatore le quería por su habilidad, pero también por lo que atraía el personaje que con apenas 26 años ya se había casado con Carrol McDaniel -una millonaria norteamericana- y tenido un hijo con Dorian Leigh, la modelo más cotizada de su tiempo.

Enzo Ferrari, el patrone consideraba la Migle Miglia "la carrera más bonita del mundo". Pero los pilotos no pensaban lo mismo. Era una prueba larga y peligrosa por carreteras convencionales, con muchos tramos en pésimo estado, atestadas de aficionados a los que casi se podía tocar con las manos. La prueba había nacido en 1927 gracias a la iniciativa de cuatro apasionados del automovilismo y pronto encontró el apoyo de inversores privados y del gobierno. Las grandes firmas italianas como Ferrari, Alfa Romero, Lancia, Maseratti, Bugatti o Fiat la convirtieron en una cita fundamental de sus calendarios, pero también acudían a ella lo mejor de Jaguar, Mercedes, Aston Martin o Porsche. Consistía en recorrer las mil millas (algo más de 1.600 kilómetros) que suponía salir de Brescia y regresar al punto de partida después de dar la vuelta en Roma. Apenas diez horas de carrera feroz. Se pasaba por ciudades como Ferrara, Rávena, Siena, Bolonia, Módena o Cremona y combinadas llanuras de enormes rectas en las que los pilotos apretaban a fondo el acelerador y sinuosas carreteras de montaña que obligaban a una conducción mucho más fina y ajustada. Se arrancaba de madrugada (los dorsales indicaban la hora exacta de su salida, es decir, el 531 significaba que había arrancado de Brescia a las 5:31 de la mana) y se llegaba a media tarde. Desde que se había puesto en marcha muchos de los grandes nombres del automovilismo de la época habían inscrito su nombre en el palmarés. Nuvolari, Stirling Moss, Campari o Varzi fueron algunos de sus vencedores.

Al Marqués de Portago el anuncio de Enzo Ferrari de que correría esa prueba no le hizo ninguna gracia. Detestaba la Mille Miglia en contraposición con el entusiasmo que generaba en los pilotos y equipos italianos porque la consideraba demasiado peligrosa. Y mucho más cuando supo que debería correrla con los nuevos 335s. Lo dejó por escrito cuatro días antes de la carrera en una carta a su amigo Roberto Mieres en el que le anunciaba, además de sus nuevos problemas conyugales, que Taruffi y él correrían con Ferraris nuevos y extremadamente potentes y que su intención era conducir "en plan turismo".

Lo que sucede es que el nervio de la competición le podía. Aunque su intención era no tomar muchos riesgos, una vez que se puso en marcha comenzó a apretar y se mantuvo muy cerca de su compañero Taruffi que se situó líder. En Roma Alfonso de Portago regaló una de esas imágenes más encaminadas a alimentar el mito de su personaje. En una de las calles de la capital italiana se había citado con Linda Christian, su última conquista y principal razón de que su esposa le hubiese amenazado con el divorcio. El piloto debuto su coche y la actriz mexicana se acercó a él para darle un apasionado beso y susurrarle algo al oído. Después arrancó en medio del entusiasmo de los romanos, encantados con asistir en directo a semejante escena de película. No se sabe si fue en Roma o en otro lugar, De Portago tocó un bordillo con su rueda izquierda delantera. En Bolonia, el último punto donde los coches recibían asistencia y repostaban combustible, los mecánicos le advirtieron de que el eje estaba dañado y que el neumático rozaba el chasis. Tratar de solucionarlo implicaba despedirse de la victoria y el español aún se veía en condiciones de disputar el triunfo a su compañero de equipo. Por eso, dio por seguro de que el neumático aguantaría. "No tengo tiempo para eso" y volvió a arrancar para encarar el último tramo de la carrera.

Para muchos pueblos italianos, el paso de los bólidos era todo un acontecimiento. Guidizzolo era uno de ellos. Sus vecinos salían a las calles y llenaban las cunetas para contemplar de cerca aquellos prodigios de la velocidad. A la larga recta de entrada en el pueblo llegó el Ferrari de Alfonso de Portago a más de 200 kilómetros por hora. Eran poco más de las cuatro de la tarde y apenas le restaba media hora de carrera y aún mantenía la esperanza de ganar la competición. El neumático izquierdo reventó y el coche, tras pegar un par de bandazos, dio vueltas del campana y salió despedido en dirección al público antes de caer a un pequeño riachuelo en el que solo se podía ver un amasijo de hierros. De Portago y su copiloto, el periodista Edmund Nelson, fallecieron en el acto. Pero la tragedia fue mucho más grandes. Nueve espectadores también perdieron la vida por el impacto del coche, cinco de ellos eran niños. Aquel accidente acabó con la carrera que dejó de disputarse y solo se recuperó décadas después pero en un formato completamente diferente y dedicado a los coches de época. En la recta de Guidizzolo se acabó la vida de cuento de Alfonso de Portago que solo unos días, en una entrevista, había dejado su epitafio: "Si muriese mañana no por ello hubiese dejado de vivir 28 años maravillosos".