El ciclismo vivió ayer uno de sus grandes días, la París-Roubaix, la clásico que a través de casi trescientos kilómetros recorre el norte de Francia atravesando brutales tramos adoquinados en los que se pone a prueba la integridad física de los corredores. En ese escenario tuvo lugar hace setenta años una edición polémica que no se resolvió hasta seis meses después de que finalizase la carrera en el velódromo de Roubaix.

1949 fue el primer año en el que Fausto Coppi se comprometió a correr la París-Roubaix. Le había costado dar el paso. No era una carrera por la que los italianos sintiesen demasiada simpatía. La infernal clásica que recorre los terroríficos tramos adoquinados del norte de Francia parecía territorio vedado para los grandes rodadores belgas y disputar aquella carrera suponía en ocasiones despedirse del ciclismo durante unos meses por culpa de las brutales caídas que se producían. El parte de bajas parecía el de una batalla. No era casual que ya se la conociese como el infierno del norte. El barro, la frecuente lluvia y las piedras habían convertido la prueba en un acontecimiento desde su nacimiento en 1896. El ciclismo, preocupado históricamente por buscar el máximo sufrimiento y los límites de los corredores, por recorridos más largos y con mayores dificultades, había encontrado en la París-Roubaix uno de sus templos. Y eran pocos los que se sentían cómodos en aquel escenario.

Italia había ganado solo tres de las casi cincuenta ediciones que se habían disputado hasta entonces. Dos de Garin consecutivas antes de 1900 y una de Jules Rossi en 1937. No parecía una carrera "generosa" con ellos ya que solían sufrir todo tipo de calamidades. En aquel palmarés repleto de banderas belgas y francesas faltaban algunos de los apellidos ilustres del pelotón. Por eso la presencia de Fausto Coppi en la línea de salida de Saint Denis, en las afueras de París, se celebró a lo grande por parte de la organización y de los aficionados que querían ver de cerca al Campeonissimo junto a los 216 restantes ciclistas que se habían inscrito. El de Castellania era uno de los indiscutibles favoritos junto al belga Rick Van Steenbergen que defendía el título conseguido doce meses antes. Un despiadado rodador de 25 años capaz de sacar de rueda a cualquiera en aquel terreno o de darles la puntilla en el mismo velódromo de Roubaix gracias a su extraordinario final.

La carrera cumplió al pie de la letra el guión esperado. La lluvia, atroz enemiga, respetó a los corredores aquel día aunque la carretera estaba en algunos tramos llena de barro y de polvo. Las caídas se sucedieron y, como suele ocurrir en esta prueba, fueron haciendo la selección natural. En Amiens y Arras se fueron al suelo las opciones de victoria de Fredi Kubler y de Van Steenbergen que no pudo evitar una de las habituales montoneras. Coppi pasaba a ser el gran favorito a la victoria final, pero el italiano no iba cómodo dando saltos por aquellas piedras enormes que ponían a prueba la consistencia de las bicicletas.

A menos de treinta kilómetros Jesús Moujica, un corredor francés de origen español, lanzó el ataque clave de la jornada. Con él se marcharon los belgas Mathieu y Leenen y a última hora André Mahé hizo un enorme esfuerzo para saltar del grupo que ya había quedado reducido a menos de treinta unidades y formar el cuarteto de cabeza. Tomaron distancia con rapidez. Cooperaron con decisión mientras Coppi no se veía capaz de reducir la desventaja. Del Bianchi apenas quedaba su hermano Serse, su fiel escudero, junto a él. Pero aún tendrían que pasar muchas cosas. Las caídas se llevaron las esperanzas de Moujica y de Mathieu cuando ya avistaban Roubaix y la victoria pareció quedar en manos de Leenen y Mahé.

Los dos escapados llegaron a las puertas del velódromo de Roubaix en medio de un fenomenal desorden provocado por los espectadores, las motos que acompañan la carrera y un gendarme que les envió por un camino equivocado. Los dos ciclistas, desesperados por el cansancio y los nervios, no encontraban la puerta de entrada al recinto y un periodista les invitó a hacerlo por donde habitualmente accedían los vehículos de la prensa. Mahé se impuso en el esfuerzo final a su compañero de fuga. Aquella era la primera victoria de su carrera como profesional y llegaba en una de las carreras más importantes del calendario. Estaba reventado, pero inmensamente feliz. Poco después llegó el grupo principal con Serse Coppi en cabeza. No tardaron en enterarse de lo que había ocurrido a los dos escapados y Fausto vio la posibilidad de que su hermano, por el que sentía verdadera devoción, consiguiese una victoria de enorme prestigio. Presionó al Bianchi y a Serse para que presentasen una reclamación alegando que Mahé no había respetado el recorrido estipulado y que eso suponía un motivo de exclusión. El francés se enteró de la protesta mientras se estaba dando un baño y disfrutaba de aquel instante de gloria interrumpido por las noticias que llegaban del exterior donde se estaba librando una batalla con el reglamento en la mano. El juez responsable de la carrera concedió al cabo de unos minutos de deliberación a Serse Coppi que recogió en el velódromo de Roubaix los honores que correspondían al vencedor de la carrera. A esas horas el desconcierto entre quienes asistían a la escena era absoluto.

La pelea no acabó allí. La Federación Francesa de Ciclismo, cinco días después, devolvió la victoria a Mahé lo que provocó la inmediata reclamación de la Federación Italiana ante la Unión Ciclista Internacional. Aquello ya se había convertido en una pelea entre países a través de sus respectivas federaciones. La UCI, tras intensos debates que tuvo a la opinión pública entretenida durante meses, resolvió en agosto (cien días después de que se disputase la prueba) declarar nula la carrera y revisar esa decisión en la asamblea que celebrabaría en el mes de noviembre. Más presiones, más llamadas, más reuniones. Los italianos y los franceses no dejaron de maniobrar en ese tiempo. Querían la victoria para sus corredores, pero de algún modo también estaban discutiendo por el poder en el mundo del ciclismo. Finalmente la asamblea de la UCI reunida en Zúrich decidió que la París-Roubaix de 1949 tuviese dos ganadores de forma oficial. André Mahé y Serse Coppi eran vencedores "ex aequo" de la carrera. Una solución diplomática que no gustó del todo a sus protagonistas aunque tampoco disgustó en exceso. Curiosamente aquella controvertida victoria se convertiría en la más importante que a lo largo de sus carreras conseguirían tanto Mahé como Serse Coppi.

Cuentan que en el fondo de aquella rocambolesca decisión estuvo la amenaza que Coppi, todo un carácter, hizo a los organizadores de no volver a correr esa clásica si no le concedían el triunfo a su hermano. Sea cierto o no, la cuestión es que el gran Fausto estuvo en la línea de salida de 1950 y ganó tras ofrecer un verdadero recital. Pero ese ya es otro cuento.