La vida de Stanley Ketchel parece sacada de un guión cinematográfico. Como muchas de las protagonizadas por algunos de los grandes boxeadores de la historia, tipos de escasa suerte, amigos de malgastar lo que ganan y que encuentran un trágico final en plena Juventud. Es el caso de este campeón mundial del peso medio al que apodaron el Asesino de Michigan por su forma de demoler rivales sobre el ring.

Stanley Ketchel fue un hijo de la calle. Las circunstancias le obligaron a aprender demasiado rápido el modo de ganarse la vida sin otra protección que la de su ingenio y obligada dureza mental. No existía otra alternativa. Apenas tenía doce años cuando sus padres fueron asesinados en un episodio que nunca fue resuelto y sobre el que apenas habló en vida. Eran dos polacos „Tomasz y Julia„ que habían emigrado a Estados Unidos a finales del siglo XIX para instalarse en Grand Rapids (Michigan). A los pocos meses tuvieron a su único hijo, Stanislaw Kiecal, a quien trataron de llevar siempre por el buen camino en un tiempo complicado. Pero desaparecieron de la escena demasiado pronto y aquel niño, que se escapó del centro de acogida al que le enviaron tras la muerte de sus padres, quedó en manos de la calle y las malas compañías.

Vagabundeó, durmió en la calle durante años, se arrimó a lo peor de sociedad, pero también aprendió que cada día era una pelea contra otros que estaban en una situación parecida a la suya. O aprendía a ser el más fuerte o no dudaría mucho tiempo. Y lo hizo. Demostró carácter para resistir y para encontrar siempre el modo de subsistir, de arrimarse a quien debía, de evitar los peligros. No era complicado pensar que tarde o temprano se acercase al mundo del boxeo. Parecía el proceso natural en los barrios conflictivos de aquellos Estados Unidos de comienzos de siglo. Lo hizo como parte de su plan de resistencia, pero no tardó en demostrar que tenía condiciones. Se lo vieron al instante. No solo por cómo pegaba sino por cómo reaccionaba ante los golpes del rival. Era como si en ese momento alguien tocase un interruptor que le convertía en una fiera incontrolable. Adquirió cierta fama en los barrios conflictivos de la ciudad y siendo apenas un adolescente comenzó a ganarse la vida retando a cualquier adulto que estuviese dispuesto a enfrentarse con él a cambio de veinte dólares. Tenía un método de concentración único que consistía en imaginar de forma insistente a su rival llamando puta a su madre. Acababa por interiorizar por completo la escena y transformar el combate en una cuestión casi personal.

Con diecisiete años (en 1903) comenzó a boxear de manera semiprofesional. En sus primeros tres años en el ring solo cedió en dos de las casi cuarenta peleas en las que intervino y en las que Stanley Ketchel, que ya había aparcado su nombre polaco por uno que sonase a verdadero estadounidense, se ganó el teatral y exagerado apodo de el Asesino de Michigan. Quienes llevaban su carrera estaban entusiasmados porque era un perfecto reclamo para los aficionados e incluso es probable que el apodo hubiera surgido de un acuerdo con los cronistas boxísticos de su tiempo.

En 1907 decidió dar un vuelco. Michigan o Montana, donde celebraba la mayoría de combates, le limitaban. Era la hora de dar un salto a los grandes mercados, donde realmente se movía el dinero en el mundo del boxeo. O Nueva York o California. Ketchel eligió Los Ángeles, que en aquel tiempo aún estaba por delante de la costa este. Solo un año después estaba peleando por el título mundial del peso medio. Su rival fue Mike Twin Sullivan. El combate celebrado en Colma duró un solo asalto. Lo que tardó Ketchel en conectar una combinación de golpes que dieron con Sullivan en la lona. Vinieron después una serie de defensas exitosas hasta que se cruzó con Billy Papke que le lanzó un cabezazo en el arranque del combate que le dejó aturdido e impidió pelear con normalidad. Perdió el título, pero aquello volvió a activar ese espíritu de revancha que se convertía en su motor vital. Se vio las caras con él y una pelea descomunal se impuso para convertirse en el primer púgil de la historia que era capaz de recuperar la corona del peso medio.

A Ketchel se le agotaban los retos y pensó entonces en el más difícil posible: pegarse con Jack Johnson, el campeón del mundo de los pesados. Era un gran amigo del Gigante de Galveston. Compartían su afición a la bebida y a las mujeres y era habitual verlos juntos en cualquier fiesta que por la influencia del whiskey solía rematarse con una buena pelea. Pero pelear contra Johnson era una locura. Pesaba treinta kilos más, era casi veinte centímetros más alto. Pero Ketchel no se arrugaba. Engordó casi veinte kilos, entrenó como nunca y un 19 de octubre de 1909 se colocó frente a su amigo dispuesto a encarar un combate que habían programado a veinte asaltos con la idea de ofrecer un grandioso espectáculo que animase al público a pagar lo que sea por la revancha unos meses después. Se sacudieron bien durante media hora, pero midiendo el esfuerzo, hasta que en el durante el duodécimo asalto Ketchel envió a la lona a Johnson tras un gran derechazo. Era todo un acontecimiento ver caer a aquel gigante que se levantó entre sorprendido y enfurecido. Se fue entonces a por su amigo, convertido en rival, y le soltó un gancho descomunal que le hizo saltar un par de dientes y dio por concluida la pelea. Ketchel tardó mucho tiempo en recuperarse de aquel atropello.

Pero soñaba por una revancha con Johnson para aspirar en serio al título mundial de los pesados. Por ello se afanó por entrenar y eligió como refugio el rancho que Dickerson, un republicano amigo, tenía en Conway. No hacía mucho tiempo había contratado a una nueva cocinera, Goldie Smith, y a su pareja, un tipo conflictivo llamado Walter Dipley. Todo lo que sucedió a los pocos días resulta bastante confuso. Una mañana, poco después del desayuno, Dipley se presentó ante Ketchel apuntándole con un rifle mientras le acusaba de haber intentado abusar de su pareja. El púgil no tuvo derecho a réplica. Sonó el disparo y Ketchel cayó desplomado con una herida que le había atravesado el pulmón. Dipley robó lo que pudo en unos minutos y salió huyendo del rancho. Dickerson, que se presentó a los pocos minutos, organizó un traslado urgente en un tren especial con la esperanza de que en Springfield fuesen capaces de salvarle la vida. Murió en aquel convoy. A las siete de la tarde le dijo al médico que le atendía "estoy cansado, llévenme a casa con mi madre". Y cerró los ojos para siempre. A la policía Goldie Smith comenzó diciendo que había sido forzada por Ketchel, pero acabó por desmoronarse y admitir que habían decidido robar al boxeador. Dipley fue detenido un día después tras refugiarse en un rancho cercano y después de que Dickerson pusiese cinco mil dólares como recompensa por su cabeza. Ambos fueron condenados a cadena perpetua aunque la sentencia de Goldie Smith fue revocada y cumplió unos pocos años de cárcel.

Stanley Ketchel fue enterrado en Grand Rapids a los pocos días. Durante el sepelio, al que acudió un afectado Jack Johnson, su mánager hizo célebre una frase que resonó en medio del silencio de los asistentes: "Cuéntenle hasta diez y verán cómo se levanta".