Sucede que cuando lo extraordinario se repite a diario, deja de llamar la atención. Pero por más que nos hayamos habituado, no deja de ser eso, extraordinario. Pasa algo similar con Ignacio Alabart, que ha convertido en rutina el hecho de ser excepcional. Campeón del mundo, campeón de Europa, campeón de la Liga Europea, campeón de la OK Liga... podría seguir así un buen rato. Se puede pensar, claro, que es que está en el Barça y así cualquiera. Pero es que eso ya dice mucho de él porque no es fácil lograr un asiento en una plantilla en la que solo tienen cabida los mejores del mundo. Y él por derecho propio lo es. Nos hemos acostumbrado a tal nivel que incluso puede pasar desapercibida una medalla de bronce en un Mundial en el que probablemente haya sido el más destacado de la selección española y de todo el campeonato, esto último con permiso del portero portugués Angelo Girão. La mejor prueba de esto es que solo dos días después de terminar, el Barcelona anunció su renovación hasta 2023. Marcando territorio. Como diciendo, este que habéis visto brillar, es nuestro cuatro temporadas más.

Probablemente su palmarés se dispare y eso que con 23 años pocos pueden mirarle a la cara. Tiene ya tantos títulos como los que se disputan. Solo le queda la CERS y no parece que, por lo menos en los próximos años, la vaya a ganar. Jugando en un conjunto como el culé, y tal y como está la liga española en la que cada vez menos equipos le pueden hacer sombra, es poco probable, no voy a decir que imposible que siempre pasan accidentes, que vaya a disputar una competición a la que van los equipos clasificados más allá del cuarto puesto. Pero a un jugador no se le mide solo por sus títulos. De Ignacio Alabart hay que decir mucho más. Sus cualidades como jugador no pasan desapercibidas como tampoco sus valores de respeto y deportividad.

Estamos asistiendo, si es que no lo ha hecho ya, al nacimiento de un jugador que marcará una época. Y es de A Coruña, por más que en Cataluña lo quieran nacionalizar. Sí, su padre es de allí, pero tras convertirse en una leyenda del Liceo, lleva prácticamente más años en la ciudad herculina que en la de su origen por más que no haya perdido nada de su acento. Ignacio nació aquí. Ignacio se crió aquí. No en el Liceo, como destacaron sorprendidos en la televisión catalana durante una retransmisión. Tampoco en un Dominicos con fuertes vínculos con su familia materna. Lo hizo en Compañía de María, que pronto se le hizo pequeño para hacer las maletas y recalar en La Masía. No era ni mayor de edad y ya hubo quién criticó esa decisión por no haberse quedado a esperar que se le abrieran las puertas de la casa verdiblanca. ¿De verdad le podían ofrecer algo así? Aquello iba mucho más allá de unos colores, rivalidades o fobias.

Y eso que podría haber sido una experiencia más, la de haber dormido, estudiado y entrenado donde antes lo habían hecho otros como Leo Messi o Andrés Iniesta, si él no hubiese trabajado como el que más o si no hubiese sido humilde al aceptar una cesión al Voltregá para madurar. Encandiló a todos los entrenadores que se fue encontrando a su paso. Se ganó el respeto de compañeros y rivales. Sin necesidad de estridencias. Porque no se tiñe el pelo o hace el saludo militar cuando marca los goles. Él es un chico normal que saca la carrera mientras compite al más alto nivel, que dona parte de los beneficios por la venta del stick con su nombre, que hace de modelo por toda la Ciudad Condal de las nuevas camisetas del Barcelona. Y que agarra el stick, mira arriba y patina hacia la gloria.