Leigh Richmond Roose decidió hacerse futbolista el día que su hermano Edward casi le revienta un riñón al novelista HG Wells durante un partido. Ambos coincidieron en una escuela próxima a Holt, el pueblo del norte de Gales en el que había nacido en 1877. El futuro novelista estuvo meses recuperándose de la salvaje acción que le dejaría secuelas de por vida, pero aquella mañana fría Roose se sintió prendado por aquel juego algo descontrolado, por su dureza, por la pasión que transmitía. Y decidió que quería ser futbolista. Para cumplir ese deseo eligió la posición de portero sin imaginarse que esa inocente decisión tendría una enorme trascendencia en su vida y también en el reglamento.

Comenzó jugando en un modesto club galés, el Aberystwyth Town, donde no tardaron en comprobar que reunía ciertas condiciones. Richmond, a quien había criado su padre, un pastor presbiteriano, después de que un cáncer se llevase a su madre cuando solo tenía dos años, era fuerte y grande. El fútbol aún era un juego algo desbravado, algo que sufrían en primera persona los porteros que soportaban las acometidas de algunos delanteros que, con la complicidad del reglamento, buscaban el gol con métodos no siempre elegantes. Pero él encajaba bien aquellos golpes, apenas le desestabilizaban y esa capacidad para resistir constituía una enorme novedad en el fútbol de comienzos del pasado siglo XX.

En 1900 se mudó a Londres con la intención de estudiar medicina y se matriculó en el King's Collegue. El fútbol no era para él más que un pasatiempo. Disfrutaba jugando, pero su plan vital iba en una dirección diferente. Hasta que recibió la llamada del Stoke. El club inglés había escuchado hablar de un portero galés que hacía cosas diferentes al resto y quería verlo de cerca por lo que le invitaron a entrenarse con ellos. Se gustaron de forma inmediata y Roose decidió entonces que los estudios de medicina podían esperar y que antes quería jugar con los mejores de su tiempo.

El portero del Stoke no tardó en convertirse en uno de los grandes alicientes del fútbol inglés. Por su personalidad dentro y fuera del campo. Era distinto a los demás. Subir de categoría implicaba enfrentarse a delanteros aún más grandes y duros que no tenían piedad con los guardametas, convertidos en ocasiones en carne de cañón, en muñecos vulnerables a los que nadie auxiliaba. Pero el meta galés resistía con más coraje. Y además añadió otras posibilidades a su repertorio porque en ocasiones era capaz de lanzar el contragolpe, salía a cortar avances del rival donde nadie se aventuraba y aprovechó la regla que hasta 1912 permitía a los porteros salir del área botando el balón con la mano hasta el medio del campo. Casi nadie lo hacía por miedo a perder la pelota y quedar en evidencia. Pero él se lanzaba con decisión y en más de una ocasión él mismo generaba una situación de peligro en el área rival con sus lanzamientos en largo. Su ejemplo fue el que llevó a los responsables de la Federación Inglesa, tras la reclamación de algunos equipos, a modificar la regla ocho y limitar al área la zona en la que el portero podía avanzar haciendo botar la pelota.

Roose se convirtió en todo un personaje por su carácter dentro del campo y la personalidad arrolladora que mostraba fuera de él. Era un tipo atractivo, que compraba sus trajes a medida en una sastrería de Saville Road y que alternaba con buena parte de la clase alta londinense. Su nombre saltaba con una facilidad pasmosa de las páginas de deportes a las de la crónica social. Incluso llegó a ser considerado por el Daily Mail uno de los solteros más codiciados de su tiempo y el romance con Marie Lloyd, una estrella del music hall, fue todo un acontecimiento aunque no llegó a fructificar en boda como aventuraban con entusiasmo los tabloides. No había fiesta que se preciase a la que no era invitado. Era amable, educado y algo golfo. Una combinación que entusiasmaba a los nobles británicos.

Mientras tanto, su evolución como portero no se detenía. Aunque el Stoke fue el equipo de su vida también probó nuevas experiencias en el Everton o el Sunderland. Con la selección de Gales consiguió ganar por primera vez el British Home Championschip, el campeonato que reunía cada año a las cuatro selecciones británicas (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte) y que siempre había estado vetada para Gales. Sin embargo en 1906 lograron el primer título con Roose y Billy Meredith, el primer futbolista que jugó en el Manchester City y en el Manchester United y uno de sus grandes amigos, como grandes estrellas. Todo un acontecimiento para un país que sintió aún más veneración por el arquero. Porque Roose era un hombre singular capaz de alquilar un tren para llegar a tiempo a un partido, de pegarle a un directivo del Sunderland por ofender a los jugadores o de vestir siempre el mismo jersey que se negaba a lavar. Toda la elegancia que mostraba cuando llegaba al estadio desaparecía por completo cuando saltaba al terreno de juego. Posiblemente una de sus ocurrencias más celebradas fue cuando se enteró que el Aberystwyth Town, el equipo en el que se había formado, jugaba una final comarcal en Gales y se presentó allí con la intención de jugar el partido. Llegó a saltar al campo hasta que le reconocieron algunos jugadores del equipo rival. Su explicación, poco convincente, era que creía que se trataba de un partido amistoso.

Pero tal vez la demostración más grande sobre su personalidad la dio fuera del fútbol. Ya estaba retirado cuando en 1914, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, toma la decisión de alistarse en el cuerpo médico. Pasó bastante tiempo destinado en un hospital de Galípoli desde donde escribió a un compañero de equipo una carta en la que le decía que "si es verdad que en este mundo existe el infierno, está aquí". Tras la precipitada salida de los británicos de la península turca se le dio por muerto o desaparecido debido a que un error de un taquígrafo anotó su nombre como Rouse. Su familia tardó semanas, las que tardó en regresar a casa, en saber que realmente seguía vivo. Pero la experiencia en Turquía ya le había cambiado por completo. De vuelta a Inglaterra se unió al Cuerpo de Fusileros. Eso eran palabras mayores. Significaba ser destinado al frente de Francia, a la guerra de trincheras, a un lugar donde parecía haber desaparecido la esperanza. En verano de 1916 Roose llegó para unirse a la Batalla del Somme en la que solo el primer día los británicos perdieron a más de 50.000 hombres. El exportero se ganó una merecida reputación en los primeros días en acción, tanto que no tardó en ser ascendido y condecorado cuando un día mantuvo a raya al enemigo lanzando granadas con una precisión que apenas se había visto en el frente. Los meses en Francia fueron una pura angustia, pero Roose trató de no perder el ánimo. En "Perdido en Francia" el escritor Spencer Vignes narra que para muchos de aquellos jóvenes soldados las historias del antiguo portero del Stoke eran uno de los pocos momento de esparcimiento que encontraron en medio del horror.

El 7 de octubre de 1916 su brigada recibió nuevamente la orden de atacar las líneas enemigas. Movimientos ordenados por incompetentes generales que apenas desplazaban el frente pero que sembraban los campos franceses de muerte. Cuentan los testigos que a Roose le vieron saltar con su habitual decisión de la trinchera y que poco después desapareció en medio del estallido de un obús. Nunca lo encontraron. Su cuerpo, como el de tantos, se quedó para siempre en Francia. Su nombre figura en un monumento junto a otros 70.000 soldados británicos de los que nada se supo. Aquel error taquígrafo aún se mantiene hoy en día y no figura en el memorial como Leigh Richmond Roose sino como el cabo Rouse. Un grupo de familiares y admiradores trata desde hace tiempo de que se corrija ese error, pero la Comisión de Tumbas de Guerra de la Commonwealth siempre se ha negado a esta reclamación.