Antes que Coppi o Bartali fue Ottavio Bottecchia, el pionero, el hombre que en los años veinte consiguió que Italia descubriese la pasión por el ciclismo. Un modesto albañil, sin estudios, que se crió rodeado de necesidad junto a sus ocho hermanos. Primero en San Martino de Colle Umberto, un pequeño pueblo del norte de Italia, y después en Alemania, donde emigró la familia en busca de un trabajo y de algo de esperanza. Ottavio no aprendió a andar en bicicleta hasta que cumplió los veinte años. Sucedió durante la Primera Guerra Mundial. Fue movilizado y se le destinó a los Bersaglieri, un cuerpo de la infantería italiana famoso por realizar casi todos sus desplazamientos en bicicleta. Su fortaleza y velocidad provocan que se le asigne la misión de llevar mensajes por las líneas italianas. Una tarea peligrosa que está a punto de costarle más de un disgusto. Pero regresa a casa intacto aunque más flaco después de pasar toda clase de penalidades.

En medio de aquella locura nació un amor descontrolado por un deporte que siguió practicando en su tierra hasta alcanzar el nivel suficiente como para competir en 1923 en el Giro de Italia. Pese a su inexperiencia logró un sorprendente quinto puesto, pero sobre todo despertó la curiosidad de los hermanos Pelissier que le alistaron de inmediato para el Automoto,el potente equipo francés que en aquel momento ejercía el control del Tour de Francia. Su contratación supuso cierto desconcierto entre la crítica. Cuentan que influyeron varios factores en esa decisión: por un lado la necesidad de buscar gregarios que se moviesen en terrenos muy diversos y que no temblasen ante la gran montaña y al mismo tiempo promocionar la marca en el mercado italiano, donde Automoto tenía importantes intereses. Todo ello llevó a un inexperto como Bottecchia al equipo más fuerte del momento donde conectó de inmediato con los Pelissier y con la organización del Tour para quien el italiano era todo un personaje. Tímido, discreto, educado, modesto, silencioso. Apenas hablaba francés, lo suficiente como para reclamar que repusiesen café, plátanos y para dar las gracias por cualquier cosa. Poca gente sabía lo que pasaba por su cabeza. Los hermanos Pelissier, de marcada personalidad y enemistados tradicionalmente con el mundo, le protegieron y cuidaron como si fuera uno de ellos. Ese mismo año, en su primera incursión en el Tour de Francia, Bottecchia impresiona a todo el mundo. Seguramente fue el corredor más fuerte de la carrera, pero tenía claro que se debía a sus jefes de filas. Vistió de amarillo seis días (el primer italiano en hacerlo en toda la historia) y ganó una etapa antes de que el líder del equipo, Henri Pelissier, tomase el relevo y lanzase en el podio de París un vaticinio sorprendente: “El próximo será el año de Ottavio”. Bottecchia contaba ya con 28 años, tenía asumido su papel secundario, era feliz con lo que tenía, y no entraba en sus planes ascender en el escalafón del Automoto. Pero ocurrió. Favorecido por la retirada en mitad de la carrera de los Pelissier, enzarzados en una guerra con los organizadores del Tour, el italiano ofreció un recital en 1924. Vistió de amarillo desde el primer al último día y dejó triunfos de etapa grandiosos como aquel en el que llegó a Luchon con media hora de ventaja tras ascender el Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. Italia enloqueció con su victoria e incluso la Gazzetta, llena de orgullo, hizo una colecta entre sus lectores para entregarle una prima extra. La primera lira de aquella iniciativa salió del bolsillo del mismísimo Benito Mussolini. Ya era el primer gran héroe de la historia del ciclismo en su país, el tipo al que todo el mundo quería conocer, saludar, tocar. Un orgullo nacional. Pero entonces Italia descubrió un secreto: Bottecchia era socialista. El héroe de la chavalada del país, el modesto albañil que había humillado a los franceses en su propia carrera no era fascista, como se exigía en su tiempo. Un terrible palo para el régimen que, fiel a su costumbre, le señala y le vuelve la espalda. También lo hace la prensa en buena medida. Sus actuaciones dejan de ser celebradas con el entusiasmo habitual. Incluso el Giro, la carrera que recorre su tierra, le cierra las puertas. Nunca más volverá a disputar esa carrera. Su quinto puesto en su primera incursión será su única presencia en la ronda italiana. Sus triunfos incomodan pese a que Bottecchia, siempre discreto, no hace apología de sus ideas ni se lanza a pregonar el catecismo socialista por las calles. En ese sentido no supone un peligro. El problema para Mussolini y compañía es que se convierta en un símbolo para los antifascistas.

Un año después, en 1925, Bottacchia, que ya tenía 30 años pero vivía una espléndida madurez, repitió triunfo en el Tour de Francia. En esa edición vuelve a dejar momentos gloriosos como cuando en el Izoard se baja a pocos metros del final y cruza la línea de meta empujando su bicicleta mientras entona una marcha militar italiana. Su último momento de gloria absoluta porque todo se complicó a partir de ese momento. En 1926 tuvo que retirarse en medio de un terrible temporal de frío y lluvia. Estaba corriendo enfermo y su cuerpo dijo basta en los Pirineos. Aquella renuncia le hizo mucho daño, le afectó a su orgullo y le apartó durante un tiempo de la bicicleta. El invierno siguiente su hermano pequeño murió al ser atropellado en una carretera próxima al pueblo y la tristeza de Ottavio se hizo cada vez más evidente. Llevaba siempre el dolor por dentro, incapaz de manifestarlo de otro modo que no fuese con el silencio. Solo Alfonso Piccin, vecino y compañero en el Automoto, conseguía alguna confesión siempre en voz baja. El temor y la sospecha comenzaban a rondar por su cabeza. El mundo no dejaba de complicarse y él tenía la sensación de que estaba mal situado. Se planteó marcharse a vivir a Francia, pero le dolía salir de su país. Sus padres habían tenido que hacerlo cuando era muy pequeño y sabía el dolor que conllevaba la decisión. Con los ahorros había comprado una casa, cuidaba de la familia y tal vez encontrase pronto a la persona con la que formar la suya propia.

Todo desemboca en el 3 de junio de 1927. Ese día un agricultor encontró tirado junto a la carretera cerca de San Martino el cuerpo agonizante de un hombre. Lo reconoció de inmediato. Era Ottavio Bottecchia.Tenía el cráneo roto. Su bicicleta descansaba apoyada junto a un árbol a treinta metros de allí. El cura del pueblo le dio la extremaunción en un bar antes de ser trasladado a un hospital de Gemona donde murió a los doce días rodeado de misterio. Nadie supo qué pasó aquella mañana. Solo que Ottavio, que preparaba un nuevo asalto al Tour de Francia, pasó a buscar a Piccin por su casa para salir a entrenar y que éste renunció porque tenía cosas que hacer. La investigación se cerró con celeridad y concluyó que una insolación había sido la causante del fatal accidente. Según esto Bottecchia perdió la consciencia con tan mala suerte que se golpeó en la cabeza de forma mortal. Pero la bicicleta apoyada en el árbol sembraba demasiadas dudas sobre esta teoría a la que se agarró la oficialidad. En la Italia de Mussolini era conveniente acatar y no sospechar. Unos años después, el dueño del viñedo en el que encontraron a Ottavio confesó que había sorprendido aquella mañana a un ciclista robándole uvas y que para hacerle huir le lanzó una piedra de considerables proporciones con tal mala suerte que le golpeó de forma mortal en la cabeza. Explicó que, asustado, arrastró su cuerpo hasta el borde de la carretera y lo dejó allí. Esta versión también cojea al no ser junio época de uvas y las heridas del ciclista no parecían producto de una simple pedrada. Un marido celoso, la mafia, un tarado con el que se cruzó... llovían las especulaciones, seguramente para tratar de ocultar la versión más verosímil. A Ottavio Bottecchia le mataron por su forma de pensar. Seguramente los camisas negras se lo cruzaron aquel día de manera accidental o bien pudo ser algo más planificado. El extraño atropello de su hermano unos meses antes es posible que ya fuese una señal, un aviso de lo que podría pasarle a él. Diez años después de su muerte un maleante de origen italiano herido en una reyerta en los muelles de Nueva York confesó a la policía que años atrás los hombres de Mussolini le habían encargado el asesinato de Bottecchia. El hombre, que sentía que se moría, no quería irse sin desvelar un secreto que le atormentaba. Ottavio Bottecchia, siempre reservado, se llevó con él la solución al misterio sobre su muerte.