Si eres aficionado a la natación, es casi imposible que hayas llegado hasta aquí sin conocer a Caeleb Dressel. Pero para aquellos que se enganchan cada cuatro años —cinco en este caso— durante los Juegos Olímpicos, lo que necesitan saber antes de que hoy los nadadores se tiren al agua en Tokio es que la referencia en la piscina responde a este nombre y este apellido y que, con 24 años, no es ninguna locura pensar que a su alcance está emular la gesta de Mark Spitz en Munich 1972 con siete medallas de oro, a una del récord de Michael Phelps en Pekín 2008. Como ellos, también es estadounidense, pero siempre huye de las comparaciones. Él es él. Y su camino es el suyo, propio y único. Pero ¿quién es Caeleb Dressel?

La respuesta más evidente es una bestia de la naturaleza que atestiguan cada uno de los 191 centímetros y 86 kilos de su figura. Un cuerpo atlético casi esculpido en mármol que aúna una potencia única de salto que le hace entrar en el agua un metro más allá que sus rivales; explosividad de salida por debajo del agua —sigue ganando distancia—; técnica perfecta de nado y velocidad de crucero —para mantenerla— y ritmo despiadado para machacar el agua con la misma violencia con la que toca la batería. Una mezcla de tiburón con los muelles de un canguro y la plasticidad de una pantera. En las pruebas de velocidad la diferencia la marcan esas centésimas, a veces un suspiro. Dressel se maneja con ventajas de medio segundo porque lo hace todo mejor el resto. En Tokio nadará 50 y 100 libres, 100 mariposa y los cuatro relevos. Que gane siete oros es una realidad tangible. Tiene rivales. Pocos a su altura. Quizás el de más peso sea el australiano Kyle Chalmers. Grandes amigos y feroces competidores.

Natural de Green Cove Springs, en Florida, y un Gator de formación universitaria —de donde también salieron otros campeones olímpicos como Ryan Lotche y Elizabeth Beisel—, se presenta en Tokio como la gran estrella de la natación. No son, sin embargo, sus primeros Juegos. Río 2016 fue su debut internacional. Con 20 años, no alcanzó el podio en la única prueba individual para la que se clasificó, al ser en 100 libres. Pero dejó su impronta en los relevos, sobre todo en el 4x100 libres, donde no solo se colgó el oro, sino que fue el mejor de los integrantes del potente cuarteto norteamericano, incluso por delante de Phelps. Un primer aviso de su enorme potencial.

El año siguiente ya fue el de su consagración. En 2017 se plantó en el Mundial de Budapest, el primero en la era post Michael Phelps, dispuesto a subirse a su ola. Siete medallas de oro, tres en pruebas individuales (50 y 100 libres y 100 mariposa) y cuatro en los relevos le elevaron a la categoría de estrella, pero también el hecho de haber sido capaz de batir el récord del mundo de Phelps en 100 mariposa. Una hazaña de más mérito por el hecho de ser más rápido que lo había sido el de Baltimore en su mejor momento y cuando todavía estaban permitidos aquellos milagrosos bañadores de poliuretano que deslizaban a los nadadores de récord en récord casi sin esfuerzo. Aquello ya no era un aviso. Iba en serio. Y muchos empezaron a preguntarse si estaría en disposición de superar a su compatriota en las listas de mejores de todos los tiempos.

Nunca le han gustado esas comparaciones. Phelps, cuando en Pekín sumó 8 oros, tenía 23 años y ya había ganado, con 19, seis en Atenas —incluso Spitz logró su gesta antes, con 22—. Y aunque coinciden en los 100 mariposa, este tenía un abanico bien diferente al de Dressel, que domina la velocidad frente a los 200 mariposa o 400 estilos. Pero cuando en el Mundial de 2019, disputado en la ciudad coreana de Gwangju, se llevó seis oros y dos platas se dispararon las elucubraciones de lo que podría pasar un año después en Tokio. El coronavirus cambió sus planes, como los de todos. Se fogueó en la ISL League, un intento de crear una competición de alto nivel similar a la Diamond del atletismo, en la que llevó al título a sus Cali Condors —unas águilas americanas como la que él lleva tatuada entre su pecho y su hombro—. Pero aparte de que se casó con su novia de siempre, no cambió mucho su vida. Solo postergó una cita inevitable con la gloria.

Porque fuera de la piscina, lejos de los focos, Dressel lleva una vida muy diferente a la de las grandes estrellas deportivas. Forma parte de una familia numerosa, con cuatro hermanos —Sherridon también practica natación—, todos moldeados igual de bien por la naturaleza. Y criado en un ambiente rural, solo necesita su granja y sus animales para ser feliz. Perros, gatos, gallinas, hurones e incluso una paloma forman parte de su elenco de mascotas, que también copan sus publicaciones de Instagram. Un cowboy, con sus botas de punta y sus sombreros de ala, orgulloso de ello. Sin complejos. Aunque un granjero última generación, que se quita la camisa de cuadros para lucir tatuajes y tableta de chocolate.

Mireia Belmonte, toda una incógnita

Desde que Mireia Belmonte se proclamó campeón olímpica en la final de 200 mariposa de Río de Janeiro 2016, sus apariciones en la piscina han sido prácticamente contadas. Después de un ciclo muy exigente, en el que la badalonesa se puso en mano del francés Fred Vergnoux dedicó en cuerpo y alma a prepar su asalto al oro, parecía evidente que necesitaba un descanso, un período sabático en el que desconectar. Pero nunca acabó de confirmar su vuelta. Una lesión, una supuesta deprensión, nunca confirmada, más lesiones, pasos por el quirófano, renuncias a Mundiales y Europeos, el COVID... cinco años después, sin ningún resultado internacional, su estado de forma y hasta dónde pueda llegar en Yokio es toda una incógnita. Ha renunciado, de hecho, a defender su corona en el doble hectómetro. Se reserva para los 400 estilos, donde se encontrará con otra vieja rockera como Katinka Hosszu, y los 800 y 1.500 libres, que si nadie lo impide serán de nuevo el reinado de Katie Ledecky. Nunca, nunca, hay que descartarla. Pero Tokio se antoja como el final de una etapa.

Hugo González, la mejor baza española

Sin una Mireia Belmonte a la que aferrarse, la delegación española se queda prácticamente sin bazas, incluso de finales. Jessica Vall y Joanllu Pons serán los mejor posicionados para ello. Pero todavía queda el recién explotado Hugo González. El madrileño no era un desconocido cuando en el pasado Campeonato de Europa se proclamó campeón en 200 estilos, se colgó la plata en 100 espalda y el bronce en 50. Pero desde que en categoría júnior había despuntado con sus títulos mundiales, nunca había cumplido con las enormes expectativas puestas sobre su persona, incluso por él mismo. Tardó en encontrar sus sitio y lo hizo en 2019, cuando se marchó a California a estudiar (Ingeniería Informática) y a entrenar en Berkley para convertirse en un valor al alza. Allí ha hecho la puesta punto para Tokio, a donde llega, con 22 años y en su mejor momento, con la cuarta mejor marca del año en 200 estilos. La competencia será feroz. Tendrá que pegarle un bocado a sus marcas. Ya lo ha hecho este 2021. Y eso permite soñar.