Hace doce años presencié en directo, desde la grada del Foro Itálico, cómo Federica Pellegrini batía los récords del mundo de 200 —que todavía sigue vigente— y 400 libres en el Campeonato del Mundo de Roma 2009. Aquello es imposible de olvidar. Cómo se deslizaba por el agua, que parecía un avión a punto de despegar con medio cuerpo fuera —también es cierto que todavía estaban permitidos los bañadores de poliuretano que daban una mayor flotabilidad a los nadadores—. Cómo parecía que iba a venirse todo abajo con la celebración de un público entregado a su estrella. Y cómo al día siguiente, al salir del hotel y pararme en un mercadillo en una de las calles de la capital italiana, pesqué una conversación entre dos personas repasando la carrera del día anterior. “¡Guau!”, pensé yo. “¿Esto pasaría en España? ¿Alguien se enteraría si Mireia Belmonte gana una medalla?”. Estaba maravillada. La italiana ya era una de mis nadadoras preferidas. Lo fue desde Atenas. Celebré su oro en Pekín 2008. Viví in situ el del Mundial de 2009 y aplaudí el de 2011. Sufrí por ella en Londres 2012. Me alegré de su vuelta en 2013, respiré aliviada cuando decidió no retirarse tras Río 2016 y me levantó del asiento con sus oros mundiales de 2017 y 2019. Todavía hoy me sigo poniendo los vídeos sin entender cómo pudo ganar esas carreras en las que prácticamente iba última en el viraje de los 150. Así competía ella, mejor que nadie, la más inteligente, sabiendo dónde tenía que ponerse en cada momento para tocar la pared antes que las demás. Me encantaría saber qué hubiese pasado si los Juegos no se hubiesen tenido que aplazar, porque llegaba muy fuerte. Una vez más, maldito COVID-19 —que a ella también le tocó pasar—. El viaje ha sido largo, decías, Federica, en tus publicaciones, maravilloso y difícil, añadías. Gracias por hacernos partícipes de él. Eres eterna.