El beso entre el francés Florent Manaudou, que había ganado la plata en 50 libres, y la danesa Pernille Blume, que se colgó el bronce en la misma prueba, resumía lo que han sido estos Juegos Olímpicos para la natación. Un armisticio labial para poner fin a un período de guerra fría que durante los últimos años había dividido a la piscina. Son famosos ya los desplantes en el podio al chino Sun Yang, con quien sus rivales, como el australiano Mack Horton y el británico Duncan Scott, se negaban a compartir espacio. O las miradas asesinas de la estadounidense Lily King hacia la rusa Yuliya Efimova, como el asiático, salpicada y perseguida por las acusaciones de dopaje tras dar positivo.

En Tokio se dio paso a los abrazos entre rivales, como ocurrió en la carrera de 200 braza femenino; al levantar el brazo del segundo en reconocimiento de su trabajo, como hizo Caeleb Dressel con el húngaro Kristof Milak en la final de 100 mariposa —Dressel también le ofreció la medalla de oro del 4x100 libres al relevista que había nadado las eliminatorias— o las reverencias de los ganadores hacia las leyendas de Federica Pellegrini y Laszo Cseh, que aunque no ganaron, nadaron sus últimos metros tras unas trayectorias repletas de éxitos, a la altura de los mejores de todos los tiempos.

Las polémicas las protagonizaron Michael Andrew y Ryan Murphy, ambos de EEUU. El primero, que se negó a vacunarse para ir a Tokio, se paseaba por las zonas comunes sin mascarilla. Y el segundo, que perdió sus cetros de espalda, en las declaraciones a los medios se quejó de que no había sido una carrera limpia, dejando caer la sombra del dopaje sobre su rival ruso, un Rylov que precisamente por la sanción a su país escuchó en lo más alto del podio a Tchaikovsky en vez del himno nacional.