En un maratón, del primero al último que cruzan la línea de meta merecen todos los honores. “¡Lo conseguimos neno!”, una exclamación entre la incredulidad y la felicidad absoluta, fue una de las frases más escuchadas a lo largo de las tres horas de llegadas de los participantes a María Pita. Pero mientras el campeón centra todos las miradas, nadie se acuerda de quién cerró el pelotón. En Coruña42 fueron 407 los que completaron el recorrido con salida en la Marina y llegada frente al Concello. Por delante, el keniano Richard Rop y en la cola, el coruñés José Manuel Bermúdez. Este arquitecto de profesión de 53 años estuvo 5 horas, 26 minutos y 4 segundos (rozando el fuera de control de cinco horas y media) peleando contra sí mismo sobre el asfalto. Y resultó ganador, por más que solo en la teoría el cronómetro y la clasificación lo situaran como el peor resultado de la mañana.

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Las imágenes del Maratón de A Coruña Carlos Pardellas

“Este era mi sexto maratón”, dice, aún recuperándose del esfuerzo. “Empecé porque siempre había sido deportista y pensé que había que probar y ya llevo seis y el año que viene más”, continúa. Como tiene que compatibilizar trabajo y hobby, sale a correr en días alternos con tiradas de unos doce kilómetros, una distancia y una frecuencia que amplía cuando se va acercando la fecha de la competición. ¿Y no le importa ir el último? “Qué va”, sonríe. Desvela que ya está acostumbrado: “Ya fui el último la vez anterior”. E incluso mejoró su tiempo. “El objetivo era llegar a la meta... pensé que no lo conseguía, pero aquí estoy”, concluye el último pero campeón frente a los que se quedaron en casa, mientras un amigo le trae su medalla de finisher con su nombre y su tiempo ya grabados y los voluntarios, que tienen que ir cerrando el chiringuito, le acercan la bolsa con sus pertenencias, la única que quedaba ya en consigna.

Bermúdez, como la mayoría de esos 407, encarnó el clásico lo importante es participar. Prácticamente si se elimina a los atletas africanos, profesionales y a otro nivel, el resto competía para cumplir esos pequeños retos personales que dan a las entradas en meta un aura especial. Porque aunque llegan exhaustos, la alegría dibuja una flecha de oreja a oreja y en alguna que otra ocasión deja caer alguna lágrima de emoción. Un sentimiento que acompañó una vez más a los Marines ENKI. El grupo utilizaba esta carrera como prueba antes del maratón de Nueva York. Cuando entraron en María Pita, ayudaron a Inés, una de las sonrisas que impulsó el movimiento, a ponerse en pie y de la mano, en familia, borraron un nuevo reto de su lista.

La céntrica plaza ya era en ese momento el escenario de pequeñas celebraciones. Aquí se oían unos aplausos, allá se cantaba el cumpleaños feliz. Incluso hubo quien entró en meta y todavía tenía fuerzas para entonar una canción, como Isabel Brea. Resistiré, copleó la veterana atleta, no conforme solo con finalizar la prueba a sus 71 años, o “17 al revés” , como contestó con guasa al speaker. Los 42 kilómetros y 195 metros se hacen largos y dan para mucho. Incluso para conocer a un compañero de carrera y darse cuenta de que eran vecinos.

Al mediodía, el maratón ya no era solo para los atletas sino también para los organizadores y voluntarios, que tenían que estirar las piernas porque llevaban desde las siete de la mañana haciendo todo lo que estaba en sus manos para que todo funcionase a la perfección en un baile sincronizado de un lado a otro. Incluso sujetar los arcos de meta cuando un inoportuno corte de suministro hizo que se vinieran abajo. Otra voluntaria se bajó de la moto en la que viajaba para entrar andando y acompañando a un corredor aturdido. Los sanitarios volaban con sus carretillas-camillas. Nueve ediciones han hecho que, pese al parón, la técnica ya esté en perfeccionamiento. El próximo año toca la décima. “Repito fijo”, decía algunos. Otros optaban por el “ya veremos”. Al maratón o se le ama o se le odia.