Antes preocupaba cuando ganaba y ahora tranquiliza incluso cuando va perdiendo. Ir a Riazor ya es otra cosa. Nunca fue como un fin de semana de balneario pero poco a poco deja de ser un potro de tortura sin aparente final ni sentido. Algún deportivista se pasó los últimos cinco años rumiando a dónde le llevaba esa vena masoquista quincenal mientras se desplazaba escaleras arriba o abajo buscando su asiento en la grada. La diferencia es que ahora en A Coruña se disfruta. Y la alegría no es ganar todos los días. No, eso es para los ricos, los que no saben lo que se sufre perdiendo. Es saber que tu equipo juega al fútbol, que tiene calidad, que cree en sí mismo, que va a sufrir pero que tiene argumentos para responder a tus expectativas, que es capaz de pelear por su propia suerte. No una hoja timorata a merced del viento y la más mínima adversidad. Un Deportivo que representa, un grupo al que empujar, no al que sostener para que no caiga.

El Dépor lo pasó mal en muchas fases de su partido ante el Athletic. Algunos futbolistas no respondieron a la oportunidad, y la intensidad, el juego aéreo del Athletic y las superioridades en la banda de Iñaki Williams le crearon muchos problemas. Y, claro, Aduriz. Pero incluso con un 0-2 no estaba fuera del partido, era una sensación más que una realidad palpable. Cada arrastrada de Pedro Mosquera, cada galopada de Sidnei, cada presión múltiple con premio era una muestra más de esa fe infinita que se tiene ahora mismo este grupo. La que le impidió rendirse al Dépor.

Pero, como casi todo y como casi siempre, todo lo que le pasa al equipo se puede resumir en Lucas Pérez. En algún gesto, en alguna jugada suya. El domingo estuvo muy cerca de su versión desquiciada y peleada con el mundo de hace un año. Gesticulaba, movía la cabeza, le protestaba hasta a su sombra. Y de repente hizo magia. Solo un goleador, un ganador y un luchador es capaz de tener ese flash mental y acabar convirtiéndolo en un gol. Ese tanto es bello, dará la vuelta al mundo, pero por encima de todo hace palpable todo su inconformismo y todo que confía en su fútbol, el único que nunca le falló.

Las victorias acaparan titulares y hacen brotar los elogios pero donde a veces se descubre a los futbolistas es en las derrotas, en los intentos de remontada. Ver a Mosquera ante el Athletic era presenciar a un futbolista en crecimiento constante. Imparable. Se hacía más grande, se hacía mejor a medida que pasaban los minutos. En cada acción pedía más y más campo, reclamaba una reacción de su equipo. Alguno incluso rejuveneció diez años y lo vislumbró con el seis a la espalda. Sería el fragor de la batalla y la morriña. Pero Pedro está para lo que le echen, incluso una Eurocopa. Hacía tiempo que Riazor no veía algo parecido.

Cani y Fede Cartabia

Las rotaciones previenen males futuros pero en el Dépor han hecho en alguna ocasión que el equipo solo sea competitivo y se parezca a sí mismo a partir del minuto 60. Pasó en Sevilla ante el Betis y se repitió hace dos días. Solo Borges y Víctor Sánchez del Amo saben el cansancio que llevaba encima el tico. A día de hoy la competencia no le debe inquietar.

Más aristas tiene la dicotomía Cani-Fede. El aragonés ha pasado por un largo periodo de inactividad. Ese detalle juega en su contra. Lo que no se puede ocultar, una realidad irrebatible, es que en cinco minutos el argentino había desequilibrado más que el ex del Villarreal en todo el partido. Cani siempre fue un interior clásico y ha perdido desborde. Sus soluciones al fútbol del equipo son otras. Por ahora, no aparecen. En dos meses se ha demostrado que Víctor ve en el aragonés a un titular y en Fede a un buen revulsivo. ¿Es lo que beneficia al Dépor?