Poliédricamente agotadora. Física, mental, futbolísticamente... Suena a tópico pero no hay nada más largo y extenuante que esta Segunda División de 22 equipos y play off de ascenso que se ha cocido en estas dos últimas décadas. Una sentencia que, de tanto repetirse, acaba vaciándose de contenido cuando se otea desde la distancia. Un regreso al barro de la categoría de plata hace que la realidad golpee minuto a minuto. A drama por semana. Es lo que juegas, es lo que revives y proyectas. Una travesía masticada en la que la ansiedad puede, en la que se adivinan trayectorias, demarrajes, debilidades, fortalezas y, sobre todo, evoluciones. Porque una conquista de tal calibre siempre se acaba gestando de menos a más y al Dépor le está faltando esa eclosión, romper el cascarón y lanzarse a tumba abierta. Es excelso por momentos, tan seguro que impone, tan predestinado a subir a Primera que genera algún que otro escalofrío. Hizo una profunda revolución este verano y en un abrir y cerrar de ojos se olvidó de su fragilidad y su fatalismo, y se compró una máquina de ganar partidos o, al menos, de no perderlos. El peaje que se le presuponía no existió y el objetivo se convirtió en obligación inmediata. Un ascenso de más a más. Ahora debe pelear no solo contra sus rivales y una competición interminable, sino también contra su propia suficiencia, el favoritismo, los elogios que salen por la boca de todos los entrenadores de la categoría, la exigencia sin peros ni reparos. Aquí y ahora, cuando los frutos se recogen a las puertas del verano. Una lucha más interna que externa que cansa y no concede treguas. Hay que reconocer y adaptarse a las imperfecciones de este equipo y otorgarle la capacidad de equivocarse y crecer. Y el propio Dépor debe aprender a convivir consigo mismo, con lo que le rodea. Abstraerse y disfrutar del proceso. Todos.

Los primeros diez minutos ante el Numancia fueron tan avasalladores que el equipo acabó alejándose de sí mismo. Ese conjunto que ampliaba registros y matizaba su discurso desde el triunfo a la carrera ante el Oviedo se ha olvidado últimamente de su esencia. La pelota, crecer con ella, resguardarse en torno a ella. Es tan versátil que se ve capaz de ganar de una y mil formas y le gusta probarse, exhibir su pegada, su exuberancia. Un reto continuo. Y es probable que el 85 por ciento de los partidos que juegue a cara descubierta nadie le aguante el intercambio de golpes. Pero el sábado, en realidad, no había necesidad de entrar en el cuerpo a cuerpo. Hace dos semanas un contexto de partido entre charcos ante Osasuna sí que empujaba a adaptarse al medio, a ser más directo, a entregar por momentos el balón. Entrar en el ida y vuelta del grupo de López Garai, más allá de que la ventaja en el marcador creció con ese escenario planteado, fue la primera palada para cavar la tumba blanquiazul. El Dépor se expuso y pagó, quizás cuando menos lo merecía, cuando se estaba rehaciendo, cuando dominaba el tempo y volvía a enseñar los puños para machacar. Pero lo hizo. Lejos quedan aquellos partidos ante el Sporting y el Granada en Riazor en los que sufrió lo indecible y no ganó con tanta facilidad, pero en los que tuvo el partido en cada momento donde quiso, en los que minimizó a sus rivales hasta la ínfima expresión. Un equipo que aún se está buscando.

Edu, Quique y la confianza

Los momentos de forma y confianza retratan a los jugadores, mueven los pesos en las balanzas. Hace algo más de un mes a Quique se le caían los goles de los bolsillos y Edu, ya en línea ascendente, aún se encontraba en esa lucha por convencer a Natxo de que debía ser titular y no solo en Riazor. Uno rotundo, otro indefinido. Hoy, todo parece haber cambiado. Del fabrilista habla por él su fútbol, sus maneras, más allá del premio puntual de su contundente gol frente al Numancia. Donde antes vacilaba con la pelota, ahora encuentra soluciones a la primera o ve huecos y regates donde casi nadie los encontraría. Semana a semana se despega esa etiqueta de canterano que lleva ya un tiempo en el cubo de la basura. Con Quique, que aún sigue siendo capital en este proyecto, está ocurriendo todo lo contrario. Las cuatro semanas que lleva sin marcar le está pesando. Borja Valle aprieta, los defensas le dan más problemas, los controles se le van largos medio milímetro, los tiros a puerta no quieren entrar. Y él se desespera, lo demostró el sábado, incluso con su lenguaje gestual. Quique es más que goles. Se cansó de decirlo. En cuanto lo recuerde, volverán las alegrías. Hay que tener paciencia con el vallisoletano. El primero, él consigo mismo.