Uno de los mejores porteros coruñeses de la historia y mucho más. De sucesor de Juan Acuña a precursor y maestro de varias generaciones de guardametas. Mediados de los años 80, Riazor. Dos décadas después de alejarse de las porterías profesionales, el recientemente fallecido Juan Ignacio Otero Juan Ignacio Otero decidió retomar su pasión. Él, que siempre "se había cuidado mucho y entrenado muy bien" como reconoce Moll, creyó que podría ser de ayuda a los jóvenes guardianes de las categorías inferiores del Dépor y de casi de cualquier equipo de la ciudad. Su centro de operaciones era el campo del Picadero, donde ahora se encuentra la casa del Agua, y sus armas, su paciencia, su buena voluntad, su exigencia y su profunda sabiduría de un puesto lleno de peculiaridades emocionales y técnicas. "Se preocupaba muchísimo por nosotros. Era muy buena gente, pero también nos metía mucha caña. Fue el primer entrenador de porteros que tuve. Lo hacía de forma altruista y echaba allí con nosotros toda la tarde", apunta con cariño y nostalgia Jose Sambade, entonces meta del Maravillas y que luego desarrolló la labor de su mentor en el Dépor, el Besiktas y el Fulham. Por aquel campo que tenía "unos charcos inmensos" andaban entre otros los hermanos Magariños, Javi Ríos, Pedro Mijares y Álex, subcampeón del mundo sub-17 con España en Italia en 1991. Fue la generación inaugural, que no la única, que pasó por las manos de Otero tanto en el Deportivo como en las Escuelas Municipales coruñesas y en el Orillamar.

"Siempre me llamó la atención que a veces nos hacía entrenar sin guantes", recuerda sorprendido Javi Ríos. "Quería que tuviéramos más sensibilidad. Él no los llevaba y no se le escapaba ni un balón y a mí...", lamenta. "Nos empezó explicando desde lo más básico, por ejemplo, cómo colocar las manos. Verlo me imponía, pero era un bonachón; me dejó una huella tremenda", refuerza. Álex no olvida aquellas tardes interminables y enriquecedoras que tanto disfrutaba. "Llevábamos sacos y sacos de arena para el campo para no hacernos daño al caer y ahí estábamos saltando todo el día. Acabábamos de barro hasta arriba y yo luego tenía que subir toda la ronda de Outeiro con aquella ropa tan pesada en la mochila", relata aún cansado. "Era cariñoso, como un padre, también te apretaba. Todo lo que aprendí fue de él. Ya no solo en el fútbol. Hoy en día el grado máximo de exigencia que tengo me lo enseñó él", apunta quien entonces con "once años" era jugador del Ural y que no volvió a tener entrenador específico de porteros hasta que se enroló en las categorías inferiores del equipo del Manzanares. Álex apunta que, por entonces, con los mayores eran "Arsenio y Ballesta" los que ejercitaban a los cancerberos, ya que "no había nadie específico".

"Fue un precursor. Nadie hacía nada parecido. Antes solo quizás Freire, que trabajó con Buyo en Betanzos". Sambade habla ya como experto en esta faceta para destacar lo que supuso para todos aquellos chavales la llegada de Otero, que en ocasiones estaba ayudado por otro histórico como Seoane. Una novedad, una inspiración. Eran dos días por semana por la tarde los que les dedicaba cuando su trabajo en la marmolería se lo permitía. "Pienso en lo que trabajo, echo la vista atrás y está claro que fue muy importante para mí. Ahora ha evolucionado todo mucho, pero a veces hasta echo de menos la forma de entrenar de aquellos tiempos. Él era atento, cariñoso y preocupado, también duro y exigente. Me enseñó a respetar y a apreciar el oficio de portero", razona Sambade.

Cuando apareció por el bacheado y peligroso campo de Marathón para impartir magisterio iba camino de los 60 años. Aún así, todos destacan su impecable estado de forma. Había sido un portento, campeón en natación, un deportista nato y conservaba al menos una parte de aquella exuberancia: "Cuando se enfadaba, se tiraba al suelo, hacía el ejercicio y nos decía 'ves, si lo puedo hacer yo...'", cuenta Sambade. Ríos aún alucina con "cómo se impulsaba en los saltos" en la especie de foso de longitud que había en aquel descampado y Álex no oculta que "se pegaba las mismas costaladas" que todos sus aprendices al hacer cada gesto.

Su última joya

Pasaron los años y a aquel grupo de jóvenes le sucedió otro y otro hasta llegar quizás a su última obra de orfebrería. Tras realizar una especie de pasantía con Juanjo Vila en Coristanco, el Orillamar se hizo con los servicios de un joven de "doce años" que respondía al nombre de Rubén Martínez. Antes de ser reclutado por el Barça, fue tutelado por Otero, allá por la temporada 1996-97, cuando se acercaba ya a los 70 años. "Fue un avanzado a su época", apunta el meta desde la concentración de Osasuna en Holanda: "Me corregía, me daba consejos. Aún hoy me acuerdo de algunas de las cosas que me dijo sobre qué nos iría pasando en nuestra carrera". El agradecimiento a ese corto, pero intenso mecenazgo es profundo: "Además de ser una grandísima persona, aprendí una barbaridad. Le tenía mucho aprecio", confiesa sentido quien se prepara para regresar a Primera División. El último de muchos pupilos de un guardameta y maestro que dejó huella en varias generaciones de coruñeses.