Un cabecilla del nuevo milenio. Pocos detalles espetan con mayor contundencia la inestabilidad y la provisionalidad que vive este Dépor que esa apuesta, esa realidad. De campeón de Liga a encomendarse a supuestos adolescentes. Riesgo en los tempos, riesgo en las decisiones, riesgo en casi todo. ¿Había realmente otro camino o no? El punto de Gijón no deja de tener un sabor extraño, casi indescifrable, pero al menos aportó una certeza: si hay ahora mismo un futbolista al que no le quema la pelota ni le incomoda la situación, ese es el joven rojiblanco. Son diferentes tipos de liderazgo, no se puede comparar con el de Álex o Dani Giménez, más pausados, más añejos, más estabilizadores. Él es inflamable, lo lógico en un referente de su edad. Con un punto guerrilleiro, cree más que nadie, se pega con todos, no se rinde nunca, desequilibra, le da tiempo a arengar a las masas. Su hermano Óscar Pinchi lo definió con una palabra: sangre. Y eso es lo que bombea a cada segundo a un ritmo vertiginoso para echarse el equipo a la espalda en ataque. Anquela quiere soldados y él va a estar siempre en primera línea o, directamente, incrustado en las filas enemigas. Un torbellino. Ansioso en la presión, insistente en las acometidas ofensivas, generoso en los choques. Hay que decir a favor de Mollejo y del Dépor que no es, precisamente, un jovenzuelo al uso. La vida y su nivel le han llevado a quemar etapas antes de tiempo y él se las ha devorado. Parece que ha desarrollado una autoestima a prueba de bombas. Esa creencia en sí mismo, ahora por las nubes, es la que necesita trasladar a un Dépor que, camino de octubre, aún sigue autoanalizándose, sometiendo a la lupa cada mejoría. Esa eterna pretemporada en la que lleva años instalado y que resulta agotadora para sus aficionados. Unos tantos y otros tan poco. Y compartiendo entorno.

Donde Aketxe templa, donde Gaku frena, él percute, enfila defensas. Son formas diferentes de latir con el fútbol. Está claro que Víctor Mollejo tiene la asignatura pendiente de elegir mejor. Juega siempre a mil por hora. La experiencia y los años le añadirán registros a su fútbol, le sumarán pausa. Al Dépor no le queda más remedio que esperarle esta temporada, anhelar esa eclosión. Pero así como algunas de las hechuras del japonés y del vasco le pueden servir de referencia al toledano, ocurre también al revés. Cada futbolista tiene su sello y su estilo, pero si algo caracteriza a los mejores es el ansia por seguir mejorando, por no estancarse. El partido de Aketxe en Gijón explica por qué sigue en Segunda siendo uno de los mejores de España a balón parado. La decisión de Anquela de situarlo en una banda agudizó esa tendencia suya a desconectarse. Por momentos, hubiera sido necesario que lanzase una baliza al aire para poder encontrarlo. Luego, eso sí, dispuso de dos de las ocasiones más claras y lanzó el penalti con las pulsaciones en negativo. No le vendría mal al ex del Athletic un poco de la hiperactividad de su compañero de banda con todas las imperfecciones que pueda conllevar. Tampoco a Gaku. Se puede admitir su livianez al choque, tiene que ver incluso con cualidades fisonómicas y futbolísticas. Pero el nipón no se despega de la tibieza que desprende su fútbol. Etéreo, una pluma para todo. Mezcla bien, toca, se ofrece, pero unos metros más adelante debería notarse más su mano. Como le dijo Scariolo el domingo a sus pupilos en la final del Mundial de baloncesto, "atacar el corazón de la defensa". Él casi nunca lo hace, en El Molinón hasta frenó contras. No estaría mal entremezclar algunas de las cualidades de este trío.

Nuevo dibujo, punto de apoyo

Resulta preocupante decirlo cuando ya han transcurrido cinco jornadas y coquetea con el descenso, pero el Dépor pudo haber encontrado un camino en Gijón con su nuevo dibujo táctico. Álex estaba mejor acompañado y creció, Gaku más liberado para hacer de enlace. Quizás el lugar de Peru esté en la posición de Vicente. Solo Aketxe acabó pagándolo, aunque fuera de casa siempre le cuesta. Sin duda, funcionó la presión arriba. En cambio, el ataque estático sigue siendo un laberinto sin mapa para este equipo. Sin obviar las continuas y a veces hasta inexplicables malas decisiones personales, no se aprecia de manera nítida un plan. En su día el fallecido Manolo Loureda decía en 110% Blanquiazul que "no hay nada peor para un futbolista que no saber qué hacer" en el campo y que por eso consideraba a Cheché Martín el mejor técnico que había tenido, porque "trabajaba muchísimo los movimientos sin balón". "Nos daba una guía para cuando se te emborronaba todo por los nervios y la presión", reconocía aliviado casi cinco décadas después. Algo parecido le ocurre hoy a todo el frente de ataque blanquiazul. Las escasas ocasiones llegaron tras robo o a balón parado. Ni siquiera estuvieron brillantes en las transiciones. Anquela ha hecho parte del trabajo, le quedan por afrontar varios cometidos de suma importancia. La clasificación aprieta, no le sobra el tiempo.