Las lágrimas de pena tornaron en un instante en lloros de alegría. El Dépor aún se lamía las heridas por el merecido empate del Tenerife y, de repente, voló el balón de Aketxe. Algunos cabeceaban en la grada, otros ya se habían marchado, más de uno se resignaba a creer en el milagro ante tanta decepción. Pero cuando quisieron darse cuenta, Peru volaba, impactaba y la pelota besaba la red. El estallido fue de los que hacen época. Y no por la conquista, ni siquiera por el número gargantas que atronaban en Riazor. Suponía una liberación como pocas, de todo lo retenido, de tanto túnel sin luz, de convivir día sí y día también con las derrotas. Por fin. Aún no se sabe si este tanto del vasco marcó el inicio de lo que se consideraba un imposible, pero al menos por un día, después de cuatro meses, el deportivismo supo lo que es irse a cama con el sabor de la victoria. Más de uno ya estaba pagando la esquela, pero de momento, el Dépor se rebela.

Luis César, con pie y medio en la cola del paro, debió despojarse de sus miedos, de sus reticencias. A su equipo le pasó algo parecido en la primera parte. Aunque fuera de manera inconsciente, el 0-2 en Illueca también tuvo que empujar. No era el mejor noche para decirlo, pero se dieron cuenta de que, al final, un día volvió a salir el sol y que tenían una nueva oportunidad. El arousano dejó a Álex en el banquillo, una decisión tan necesaria como de calado. Mantuvo también algunas de sus apuestas de la Copa y, sobre todo, entendió mejor lo que demandaba el encuentro en los primeros compases. Fue señalar Vicandi Garrido el pitido inicial y empezó a aflorar el barro como las flores en primavera. Christian Santos para fajarse como baliza, Koné y Mollejo para correr y Aketxe para lanzarlos. Pocos toques, mucha velocidad y a hacer daño. El plan era simple y más efectivo que la apuesta de Baraja. El chicharrero es un equipo pensado para tener el balón, masticarlo. Y no era el día, no lo entendió en ese primer tramo.

Como era de prever, la primera ventaja en el marcador de Luis César como entrenador del Dépor no llegó sin cierto suspense. Después de haberle penalizado en muchos momentos de la temporada, hoy era el día para que el VAR le rescatase. Una mano antinatura de Carlos Ruiz alertó a Riazor, pero la primera impresión indicaba que la infracción había sido fuera del área. Cuando ya casi todos se habían olvidado de la jugada, llegó la pena máxima bajo el tamiz del videoarbitraje. Akekte, hasta ahora infalible, erró, lo tiró horrible. El equipo coruñés, acostumbrado al fatalismo, ya no le sorprendía nada. No bajó los brazos, ni detuvo su marcha lamentando su propia desdicha. Peleó, supo qué hacer en el partido y, sobre todo, presionó, corrió y golpeó. Tampoco le hacía ascos a la pelota. Una acción entre Aketxe, Koné y Christian sirvió para abrir el marcador e incluso recordó el fútbol de otra época con barro y remates en plancha. Otro tiempo que le encajaba como anillo al dedo a este equipo tan necesitado.

El Dépor siguió con el mono de trabajo toda la primera parte. De manera un tanto rudimentaria, pero tan elogiable como otra cualquiera, supo desactivar a su rival. La presión estaba siendo mejor ejecutada que nunca. Infindidad de balones recuperaron los coruñeses en zonas sensibles, aunque les faltó un punto de claridad en los últimos metros. El Tenerife quería tocar y, entre el césped y su rival, se lo imposibilitaban. El margen era estrecho en el marcador y era lícito tener miedo con el historial de este equipo, pero los chicharreros apenas inquietaban.

Por desgracia para el Dépor, en la segunda parte se pareció otra vez a sí mismo, a su ínfima versión de esta temporada. Ya fuese por el cansancio, por el estado del campo, por sus propios miedos o por el paso adelante del Tenerife, el equipo coruñés empezó a recular y recular. La entrada de Dani Gómez, tener la pelota con más sentido y las incursiones por ambas bandas reactivaron a los visitantes. Dani Giménez se tuvo que multiplicar con manos imposibles. Paró a una pelota a Elliot, detuvo un balón a Dani Gómez y cuando no podía llegar el meta, repelía el larguero. Al conjunto blanquiazul se le agarrotaba todo, achicaba y rezaba; casi a partes iguales. La salida de un gran Koné le desconectó en ataque, a pesar de que Christian Santos se dejó la vida sobre el césped. La falta de pericia local conduciendo las contras fue el otro gran impedimento para cerrar el encuentro. Nada daba aire al Dépor, ni siquiera los cambios.

El desastre se consumó cuando la descreída afición del Dépor ya empezaba a imaginar en su zurrón la primera victoria en cuatro meses. Otra acción de niño de Montero, de medir mal, acabó siendo desnudada por el VAR. Penalti justísimo. Suso, un incordio desde que entró, no falló desde los once metros cuando ya asomaba el descuento. 1-1. Parecían cinco minutos dolorosos, preludio de una agonía interminable, pero no: se hizo la magia. El tanto de Peru liberó al equipo, liberó a Riazor. Ahora solo queda convertirlo en costumbre para que el Dépor empiece a acercarse a la salvación imposible.