La temporada infinita está llegando a su fin y, como en todas las travesías, cuesta dar las últimas brazadas. Las extremidades queman, el ácido láctico está por las nubes; no hay oxígeno ni para pensar. Más, cuando te han dado por ahogado en incontables ocasiones y llevas toda la competición haciendo sobresfuerzos para reengancharte. Ahora solo queda apretar los dientes, apurar la respiración y exprimir brazos y piernas. Siempre con un esfuerzo de más, sin dejarse llevar, golpeando la pared para evitar sustos.

La teoría es sencilla, no tanto empujar a mente y cuerpo a derribar barreras. Que se lo digan al Dépor. Ha nadado como un coloso en la segunda vuelta y no es fácil cristalizar ahora un objetivo, antes un sueño que, por momentos, se vio como inalcanzable. Es el miedo a fracasar cuando se ha hecho lo más difícil. Humano. Pero lo tiene ahí. Se ha rehecho, se ha reinventado mil veces. Su fuerza mental es su mejor coraza. Se lo merece. Es lógico tener un impás de duda antes del paso final.

Es difícil encontrar a algún contendiente de la Liga que esté conforme con el VAR. Magnífica herramienta con dudosos encargados de su aplicación. No hay nada peor que un árbitro que se sienta cuestionado o que quiera salir en la foto. Peligro. El caldo de cultivo llevaba tiempo alimentándose en clave blanquiazul y Fernando Vázquez estalló. Entendible. Es difícil ponerle una coma a sus reflexiones generales, más allá de las diferencias en la jugada concreta de Mollejo. Eso sí, el Dépor no perdió en Málaga por el árbitro. Fue inferior, en gran medida por el mérito rival. Pellicer y la presión alta de su equipo en la zona de creación coruñesa le pusieron en un potro de tortura. Y, salvo en contadas ocasiones, no supo salir de ahí, no fue capaz de hacer el partido suyo. Sin cintura ni respuesta. Nada grave. Toda gesta tiene sus borrones y el Dépor solo debe afanarse ahora en escribirle un final digno a la mayor resurrección de la historia de Segunda.