Quien supo entrar como nadie en la mente de sus jugadores, ahora ya sabe que hay algo que no va bien ahí dentro. En el peor momento. Hace unos días lo podía presentir, ayer se lo espetó su propio equipo con la contundencia del hielo seco. La victoria ante el Huesca hizo que el Dépor empezase a sentir en la palma de su mano la salvación y ahí le tembló el pulso. Sufrió también cierta desactivación. Una especie de síndrome cumbre. Dos pasos, que se perciben como un mundo. En realidad, es que este Dépor lleva tanto tiempo reaccionando y revolviéndose en situaciones de máxima tensión que no es capaz de afrontar la normalidad. Ante el Extremadura parecía tan despejado el camino que algo le hacía sospechar que no iba a ser tan sencillo, que algo le acabaría empujando a algún enredo. Desconfianza que, por repetición, tornó en realidad. Y es que si el equipo coruñés perdió ante un conjunto descendido a Segunda B fue por su culpa. Ni más ni menos. Nadie niega la dignidad del grupo de Manu Mosquera, esa capacidad para no esconderse ni taparse en una cita que ni le iba ni le venía. Pero fueron los blanquiazules los que se echaron varias paladas de tierra encima, los que jugada a jugada, decisión a decisión, se cavaron su propia tumba. Dani Giménez y sus manos blandas, unos jugadores incapaces de dar un paso al frente, un técnico que no supo darle a su equipo lo que necesitaba en cada momento del partido. Si en las últimas semanas supo tocar teclas básicas en situaciones extremas, ayer le pilló todo a pie cambiado. A él y a su equipo. Ni les empujó para cerrar el duelo tras el 1-0 ni supo dejar en el campo un armazón mínimamente sostenible en los últimos minutos. Muy timorato o muy osado, siempre fuera de punto y con la lengua fuera y el corazón en la boca. Un poema. El Dépor vuelve de nuevo a pelear sin red, donde curiosamente mejor se ha desenvuelto, bailando entre las brasas. Tiene una semana, dos partidos para quemarse en el infierno o para dar carpetazo a una temporada que intentará olvidar cuanto antes. No va más.