Y, en el medio de ese aire viciado, de ese calor eterno y pegajoso, arrancó la era Rubén de la Barrera. Ni la nieve de Salamanca pudo restar grados al medio en el que se mueve un club en combustión, en llamas. Las propias, las ajenas. Las reales, las artificiales. Ya es difícil saber dónde acaban unas y empiezan otras, cuáles queman de verdad o cuáles son pirotecnia interesada, posverdad. Ruido. El deportivismo ha aprendido a caminar entre brasas, sin inmutarse, sin tampoco medio bocado agradable que llevarse a la boca. Vive episodios de hartazgo y desafección. Pero luego regresa, quiere, vuelve a anhelar algo diferente. Se enciende, revive. Es la llama que mantiene vivo al club y que, por otro lado, lo desgasta. El Dépor acaba de dejar atrás una semana de Apocalipsis que removió sus cimientos. Lo de casi siempre. Nada fuera de lo común en su día a día. Por desgracia, el abismo, lo imposible es desde hace tiempo su cotidianeidad, como quien se sacude una mota de polvo del hombro y sigue andando. ¿Qué ocurrirá en los próximos días? Nada está fuera de sus límites.

Ni la nieve de Salamanca pudo restar grados al medio en el que se mueve una entidad en combustión

Esa atmósfera irrespirable ha llegado a tal punto que ni con las ventanas abiertas de par en par entra aire fresco. No ayuda ese juego de cartas en el que se repiten los nombres, las caras. Se va uno, vuelve el de antes. Y más adelante le tocará regresar a otro, mientras unos cuantos anhelan rescatar a un tercero. Todo es un eterno retorno, todo es volver sobre las mismas huellas ya desgastadas. Siempre pasado, nunca futuro. Y, en ese sentido, la llegada de Rubén de la Barrera, como concepto, es una bendición. Solo su legado definirá su paso por el Dépor, pero por lo menos es alguien nuevo y ajeno a la historia reciente del club. Limpio, sin reproches ni casi pasado en blanquiazul. Más allá de cuentas pendientes o enfados con la directiva o gestos torcidos por el despido de Vázquez, merece algo de silencio a su alrededor y, sobre todo, tiempo para trabajar, justo lo que no se puede permitir el Dépor. Queda la duda de si es el idóneo para este contexto, en mitad de temporada, con el trabajo de fondo y de pretemporada que necesitan sus equipos, con el tiempo que suele precisar la adaptación a su libreto. No hay sombras sobre su capacitación. Conoce el camino del ascenso, es un técnico propositivo, no reactivo, algo que se echaba de menos. Pero el fútbol también son momentos. Y caer en el lugar equivocado en el peor de los contextos suele aniquilar cualquier valía.

Y se fue Fernando Vázquez. A él siempre habrá que estarle agradecido. Más allá de fútbol, de gustos, de peores momentos, recuperó la dignidad de este club. De ser un muerto en vida hace un año lo resucitó, lo puso a andar, le dijo al deportivismo que la vida no era dar tumbos, arrastrarse y que había que pelear, aunque te cayeras y te quedaras en la orilla. Parece poco, es una barbaridad. Y, encima, a él nunca le importó el cómo ni el cuándo cuando sonaba el teléfono. Y no le volverá a importar, siempre estará de guardia, aunque siga dolido, aunque quizás no sea lo más conveniente para él mismo. Pesará siempre más el deber, el amor hacia quien te hizo sentir más que nunca. No es justo, es la vida, es la fidelidad.

De la Barrera merece silencio a su alrededor y tiempo para trabajar, justo lo que no se puede permitir el Dépor

Ese sentimiento profundo hacia su figura no debe impedir ver los grises del momento. Desde hace unos meses no era él. Fue como si no hubiese salido nunca de aquella tarde ante el Extremadura. Allí, en la grada, donde luego estuvo muchos partidos por sanción y de donde metafóricamente nunca salió. Cabizbajo, cabeceando, por momentos gesticulante. Emocional para bien y para mal, la injusticia ante el Fuenlabrada agudizó esa desconexión, esa sensación de que algo en él se había roto y de que no había como coserlo. Seguro que le pesó esa desconfianza que ya empezaba a notar desde el club. No supo ser tampoco cabeza de ratón, en vez de cola de león. Estuvo lejos de meterle mano a su equipo, ayudarle en ataque, aportar valor, hacer crecer a sus jugadores. Hasta un ciego es capaz de ver que esta plantilla tiene menos nivel que el que se le presupone en la plaza de Pontevedra, que hacen falta fichajes, pero estos futbolistas son más que lo que se ha visto. Hay que separar al Fernando persona, faro del deportivismo, técnico que supo moverse en la escasez, del Fernando entrenador hoy. Y su equipo, con todas sus imperfecciones, no hablaba bien por él.

Y Vázquez se fue hablando. Esta vez no se calló, levantó la mano para ofrecer su versión de los hechos, ejerció su derecho a réplica. ¿Quién es capaz de negárselo? Hay deportivistas que no entienden el momento, hay seguidores que no comparten las acusaciones públicas, algunas veladas. Sus dardos iban hacia la planta noble, aunque luego echó tierra por encima en las preguntas directas. Todo el mundo está en la cuerda floja, lo lógico cuando un campeón de Liga sobrevive en Segunda B con un presupuesto fuera de mercado. El mensaje de Fernando hubiera tenido aún más pegada de la que tuvo si hubiese estado acompañado de autocrítica, la que él considere, pero al menos un atisbo. Mirar también dentro, no solo fuera. Como hace seis años, en su primer despido, pasó por episodios de ingenuidad, ejerció de perfecto Santiago Nasar. No se enteró o no se quiso enterar de que más que el entrenador soñado por la nueva directiva, era un reclamo, el mejor de los resucitamuertos cuando se plantó en Abegondo en diciembre de 2019, quizás justo lo que necesitaba el equipo en ese momento.

Vázquez recuperó la dignidad del Dépor, pero el agradecimiento no debe impedir ver los grises de la destitución