El día que el Dépor se convirtió en ‘uno de nueve’
Hace 25 años escribió su nombre en el palmarés de Liga para hacer feliz a A Coruña y curar la herida del penalti de Djukic del 94

La celebración con el bus de los campeones en Cuatro Caminos. | EFE

El balón voló desde la esquina de Pabellón a la cabeza de Donato para colocarlo todo en su sitio. Tardó 94 años, hay quien pasa la vida entera sin catar una. Pero aquel 19 de mayo de 2000 el Dépor se convirtió en uno de nueve, en el último equipo que anotó por primera vez su nombre en el palmares de Liga española. Una proeza entonces, una quimera hoy en día, la de sumarse a un selecto club que amenaza con perpetuarse y echar la llave. Una conquista y una deuda saldada con una A Coruña entregada, teñida de blanco y azul y que aquel día respiraba más que nunca por su equipo. No pudo ser con Juan Acuña en 1950 y aquella sanción del Valladolid, tampoco en 1994 con Djukic y ese penalti que le persigue. Donato envió a la red, por fin, esa pelota que se le había resistido seis años antes al serbio.

Los jugadores del Dépor se abalanzan en uno de los goles de esa tarde. | EFE
«El día que ganamos la Liga la gente estaba más nerviosa que nosotros», llegó a decir Roy Makaay a LA OPINIÓN hace cinco años con motivo del 20 aniversario. Aquel era un grupo más maduro y más hecho, que había dejado atrás el estigma de lo sucedido con aquella pena máxima en la que la portería se hizo pequeña para el lanzador y en la que se agigantó el maldito González. De entonces solo sobrevivían Mauro Silva, Donato, Fran y José Ramón, aunque ya con un rol residual. El capitán pudo levantar ese título que lloró en 1994 y el brasileño, llamado a haber tirado aquel penalti si no hubiese sido sustituido minutos antes, logró sacarse esa punzada que sentía en el corazón. Un cabezazo para la historia que él siempre ha considerado como «un regalo de Dios».
Las calles de A Coruña llevaban días de nervios, de azul y blanco y la jornada del partido no fue menos. El fatalismo reclamaba su espacio, pero la ilusión y la seguridad en el trabajo hecho y por hacer lo devolvieron a un cajón. Había aguantado mucho aquel equipo. El empuje del Barcelona, igual que seis años antes, no había sido menor. Guerra psicológica, persecución futbolística. El Dépor, con Lendoiro como arquitecto, con la sabia dirección de Jabo Irureta y con un equipo plagado de internacionales, arrancó el campeonato como un tiro. Y una racha de siete victorias hizo que demarrase en la cabeza. Los nubarrones llegaron para final de año, pero enderezó el rumbo para seguir viendo al resto en el retrovisor. La derrota en Vigo y ese empate en Riazor ante el Zaragoza con la roja a Djalminha le tambalearon. Siguió en pie para empatar en Santander con la grada llena de coruñeses y para rematar la faena en casa ante el Espanyol: 2-0. Fue a por todas, no especuló. Primero llegó el cabezazo eterno y después ese centro de Manuel Pablo al primer palo que remachó Makaay a la red. Por fin.
Llegó el final del partido, la fiesta, la invasión, los tintes de pelo, los bailes en el vestuario, la visita al palco para ver la fiesta desde un lugar privilegiado. Todo un aperitivo a ese paseo por la ciudad en el que se subieron a ese icónico bus en el que se leía «R. C. Deportivo campeón» y que les llevó a Cuatro Caminos. Estaba a reventar, desde allí admiraban el espectáculo Songo’o, Manuel Pablo, Donato, Naybet, Romero, Mauro Silva, Jokanovic, Víctor, Djalminha, Fran y Makaay, quienes habían salido de inicio aquel día. También suplentes o integrantes de aquella plantilla como Scaloni, Flavio, Turu, Pauleta, Jaime, Schurrer, Kouba, Manel, Fernando, Dani Mallo, César, Ramis, Iván Pérez o José Ramón. Son los nombres del cuadro de honor de un equipo para el recuerdo que no desaparecerá nunca del imaginario de A Coruña y del fútbol español. Han pasado 25 años y la llama de la gesta sigue viva. Las celebraciones se multiplican y honran una de las grandes proezas de la historia de la Liga.
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