Los fanáticos de la Play Station están en manos de Sony. Numerosos estudios han analizado las razones del éxito de Japón, y todos concluyen que se debe a un modelo peculiar de empresa y de organización del trabajo que tienen su raíz en la singularidad de su historia y de su cultura.

La tardía revolución Meijí

Japón es el único país donde la revolución industrial no estuvo protagonizada por la burguesía, sino por la nobleza. En el caso europeo, la presencia de una nueva clase de comerciantes y hombres libres impulsó los procesos de transformación del mercado y el cambio de las estructuras sociales. Mientras en Europa, a partir del siglo XVI, se afianzaban los estados nacionales y, merced a las políticas mercantilistas, se iban perfilando las distintas economías en interrelación con la economía mundial, en Japón ocurrió lo contrario. El país permaneció dividido en grandes señoríos feudales (los daimios) que vivían de la renta de los siervos campesinos, bajo el patrocinio puramente simbólico del emperador. El desarrollo comercial se encontraba limitado a un mercado interior fragmentado y débil. Japón no sólo quedó aislado, sino voluntariamente cerrado a toda relación con el exterior tras el violento rechazo de los comerciantes portugueses y holandeses en el siglo XVI.

Esta situación se hizo insostenible en el momento en que la expansión británica y norteamericana, que había alcanzado la costa china y las islas del Pacífico, intentó penetrar en el Japón. En 1868, un hecho fortuito, el bombardeo de un puerto nipón por una pequeña cañonera americana, descubrió a los nobles más poderosos la debilidad en que se encontraba el país. Se produjo entonces la revolución Meijí ("iluminación") o revolución de los nobles ilustrados contra los inmovilistas, representados por el clan de los Tokugawa que tenía dominado al emperador y paralizado al país. El objetivo de los insurrectos, que acabaron por triunfar, quedó sintetizado en una frase: "Modernización occidental, modo de vida oriental". Las medidas tomadas por los nobles rebeldes fueron las clásicas de la revolución burguesa, y tenían como objetivo impulsar un rápido desarrollo económico y asentar el poderío nacional. Crearon un fuerte aparato del Estado, con un gobierno centralizado y una administración eficiente, y suprimieron los derechos señoriales sobre la tierra y las personas, lo que suponía la desaparición jurídica (no de facto) de los daimios (alta nobleza) y los samuráis (hidalgos o nobleza baja).

Los daimios que habían impulsado la revolución estaban dispuestos a ceder sus prerrogativas, pero, por muy japoneses y patriotas que fueran, no deseaban hacerse el harakiri económico. Hicieron lo siguiente: el Estado expropió las tierras de amigos y enemigos, pagando a los amigos con bonos, y luego reconvirtió los bonos en dinero con el cual podían dedicarse a la industria y los negocios. De esta manera, un grupo de nobles daimios se convirtieron en magnates económicos y constituyeron los zaitbatsu, conglomerados industriales de los que luego hablaremos. Los samuráis (nobleza menor), por su parte, obligados a dejar la profesión militar, encontraron en el servicio a su antiguo señor en las nuevas tareas la única vía de promoción. Con la misma devoción con que habían empuñado la espada asumieron las responsabilidades administrativas. La nueva situación contó, pues, desde el primer momento, con una clase dirigente enraizada en la cultura tradicional.

Japón abrió las puertas al capital foráneo, y técnicos británicos participaron como consejeros en la construcción del ferrocarril. Los jóvenes más brillantes fueron enviados a universidades extranjeras. Pero los usos y costumbres de la población apenas variaron. A principios del siglo XX, Japón era un país económicamente avanzado con una cultura tradicional.

La tradición cultural

La cultura japonesa ha estado moldeada por el sintoísmo, la religión más extendida en el país. Se trata de una religión con muy pocos elementos dogmáticos, pero con rituales sociales muy definidos, como el culto al emperador, la memoria de los antepasados y el respeto a los mayores. Su capacidad cohesionadora salta a la vista. Junto al sintoísmo ha tenido también una notable influencia, entre las clases medias y superiores, la moral confuciana. El confucianismo fue importado de China, donde constituía la ideología de la élite funcionarial formada por los mandarines. Al implantarse en Japón, conservó algunos de sus rasgos característicos, pero se adaptó a las necesidades de un pueblo que se consideraba amenazado desde el exterior y vivía en una actitud defensiva.

Mantuvo el carácter de moral elitista, sólo que en vez de dirigirse a los sabios mandarines lo hacía a los guerreros samuráis. Por ello abandonó la insistencia en el estudio y la benevolencia, propias del sabio, y acentuó la importancia de la entereza y la lealtad, necesarias para el guerrero. La virtud del samurái no sólo debía mostrarse en la guerra, sino, en todo momento, mediante el cumplimiento del ceremonial propio de su rango. Los samuráis tenían un código detallado que garantizaba el respeto y la lealtad al grupo al que pertenecían y que debían cumplir con estricta fidelidad. El samurái que, por alguna traición o felonía, era expulsado del daimio al que pertenecía, no tenía sitio en la sociedad japonesa, quedaba marcado de por vida y ya nadie le acogía.

Los revolucionarios meijí creyeron que este bagaje ideológico y cultural no era incompatible con la transformación económica, antes al contrario, podía contrapesar los efectos disgregadores de la modernización. Así, mientras el capitalismo occidental se basa en el individualismo, la búsqueda del propio interés y la competencia entre personas, el japonés se asienta sobre la moral comunitaria, el respeto a un complicado código de conducta y la colaboración en el interior del grupo. Como hemos podido ver en la televisión, cuando un banquero es pillado en falta no sólo sufre las penas correspondientes, sino que pide perdón públicamente con grandes reverencias.

No obstante, no idealicemos más de lo justo. En la historia del Japón moderno ha habido también épocas de una gran tensión social, con huelgas salvajes y luchas callejeras violentas, que contradicen la imagen complaciente del "país de los crisantemos". Pero no cabe duda de que es un país con una tendencia a la cohesión grupal o comunitaria, profundamente enraizada en su cultura, que facilita las prácticas empresariales que veremos a continuación.

Americanización a la japonesa

A principios del siglo XX, Japón se consolidó como una potencia económica y militar, y quiso afianzar su hegemonía en Extremo Oriente mediante una serie de conquistas de territorios del entorno que llevaron a un trágico y desventurado final. La derrota en la II Guerra Mundial dejó al país postrado económica y moralmente. Los americanos, llevados de la mejor buena voluntad, querían borrar los vestigios de una cultura que ellos consideraban basada en el fanatismo y la ciega obediencia, e intentaron que el país se normalizara con rapidez y entrara por el camino de la democracia. En el terreno económico disolvieron los zaitbatsu (grandes conglomerados financiero-industriales pertenecientes a los antiguos clanes) para convertirlos en sociedades por acciones. En el campo de las relaciones laborales, apoyaron la formación de fuertes sindicatos de industria para establecer el diálogo entre trabajadores y empresarios. Este esfuerzo de reconstrucción política e institucional fue acompañado de una considerable ayuda económica, concretada en el plan Dodge, ya que los vencedores tenían la amarga experiencia de las negativas consecuencias de hacer pagar las deudas a los vencidos en la anterior guerra del 14.

Sin embargo, estos buenos propósitos no dieron el resultado esperado. El vacío moral creado por la derrota, unido al hambre y a la miseria de la población, provocó intensos movimientos de protesta que se tradujeron en violentas huelgas, en algunos casos con un sesgo revolucionario y procomunista. Tengamos en cuenta que en la cercana China el régimen proamericano de Chang Kai Check estaba siendo derrotado por las milicias comunistas de Mao y que en Europa se estaba mascando el comienzo de la guerra fría. Los americanos temieron que la situación se les fuera de las manos y buscaron la manera de convertir al Japón en el bastión anticomunista de Oriente. Bajo otra fórmula jurídica, los zaitbatsu fueron reunificados y devueltos, en parte, a los antiguos propietarios y se reprimieron con dureza los movimientos de protesta.

El proceso de occidentalización fue frenado, y los americanos pensaron que la cultura japonesa, equilibrada con una cierta dosis de democracia y asentada sobre el desarrollo económico, era la mejor fórmula para que el país recuperara la estabilidad necesaria. De nuevo se produjo, aunque motivado por otras circunstancias, el mismo fenómeno que ya vimos en la revolución Meijó: modernización a la americana, conservando la tradición japonesa. El comunitarismo, la lealtad al propio grupo, el respeto al ceremonial (entendiendo por tal el conjunto de normas sociales no escritas) volvieron a pautar la vida japonesa y entraron en la empresa.

Las peculiares circunstancias de la posguerra llevaron también a que el Estado, que los americanos habían querido reducir al mínimo, recuperara un papel central como impulsor de la reconstrucción. La puesta en marcha de las empresas tropezaba con la escasez de capital, lo que obligó a un proceso selectivo de inversiones. La ayuda americana fue canalizada por el MITI, una especie de superministerio de industria y comercio con amplias facultades interventoras.

Asimismo, los pedidos de la guerra de Corea, que constituyeron la rampa de despegue de la industria japonesa, fueron asignados de una forma selectiva por este organismo, que continuó reteniendo funciones importantes cuando ya el mercado se había normalizado. Los grandes zaitbatsu, ahora llamados keiretsu, y algunas nuevas empresas prometedoras por su capacidad tecnológica, fueron los beneficiados de esta política selectiva y mantuvieron una estrecha colaboración con el MITI en orden a preparar la infraestructura comercial necesaria para la salida al mercado exterior. En resumidas cuentas, el papel del Estado fue decisivo en la expansión de la industria japonesa y de sus empresas. Pasemos, ahora, a explicar algunos de sus rasgos mas característicos.

El sistema Keiretsu

El primer aspecto que salta a la vista, a juicio de los comentaristas, es que una buena parte del sector industrial se encuentra vertebrado por grandes conglomerados, los antiguos zaitbatsu (Mitsubishi, Mitsui, Sumimoto, Yasuda, Fuji), cada uno de los cuales comprende un amplio grupo de empresas. Aunque en teoría son abordables por agentes externos, en la práctica resulta imposible, teniendo en cuenta el entrecruzamiento de acciones existente entre ellas. La financiación procede primordialmente de un banco que pertenece al propio grupo. Éste es un aspecto muy importante que distingue el sistema japonés del occidental, con sus ventajas e inconvenientes. En Alemania, por poner el ejemplo más clásico, la banca posee participaciones en empresas industriales que le otorgan un notable control sobre las mismas, pero mantiene su autonomía y, en último extremo, puede desentenderse, salirse e invertir en otro sitio que le resulte más rentable.

Pues bien, en Japón ocurre todo lo contrario. El banco no es una entidad autónoma, sino que pertenece al conglomerado de empresas (keiretsu). Esto quiere decir que es el grupo el que dispone de los fondos bancarios y determina su asignación. La ventaja evidente es que las empresas del keiretsu disponen de una fácil financiación, que casi podríamos llamar autofinanciación. El inconveniente, como se puso de manifiesto en la crisis asiática de los años 90, es que el banco, al no gozar de autonomía, puede verse arrastrado a aventuras inversoras motivadas por el afán expansionista del grupo.

En el plano laboral, el keiretsu se concibe a la manera de las antiguas comunidades que dependían de un señor feudal. La empresa, como el daimio o señor, tiene un deber de protección sobre sus trabajadores, y estos están ligados a una prestación de servicios que tiene un carácter moral más que jurídico. Un contrato implícito de lealtad une a las dos partes. Evidentemente, en una sociedad industrial y moderna hay que relativizar la fuerza de estos lazos, y es de suponer que, entre los 300.000 trabajadores de Mitsubishi, un buen número estará hasta el gorro de la empresa. Ya hemos dicho que en los primeros años de la posguerra se produjeron fuertes enfrentamientos y que fue esta experiencia, ayudada por una dura represión, la que llevo a las empresas a montar mecanismos integradores en los que se combinan los aspectos ideológicos con las concesiones prácticas. Por muy japonés que uno sea no hace gimnasia cada mañana a la puerta de la empresa ni se mata a trabajar sin recibir algo a cambio. Dos aspectos merecen destacarse: el empleo de por vida y el régimen salarial.

Como es habitual en las relaciones sociales japonesas, el empleo de por vida no es una norma legal, sino un compromiso moral de la empresa. El despido está previsto en el ordenamiento jurídico y puede realizarse mediante las formalidades típicas del caso (juicio, indemnización). En ocasiones, algunas empresas han echado mano de drásticas reducciones de personal, como Toyota en 1958. Pero es algo que procura evitarse porque supondría romper un compromiso moral. A medio plazo, deterioraría la imagen no sólo de esta empresa, sino de todo el sistema de protección sobre el que se asientan las relaciones laborales. Es decir, las empresas no sólo se sienten comprometidas con sus trabajadores, sino que también lo están con el resto de empresas en orden a no romper las reglas de juego del sistema. Por ello, en caso de sobrecarga de empleo en una planta, se recurre al mercado interno configurado por el conjunto de fábricas del keiretsu, trasladando a los trabajadores de una a otra. Esta movilidad interna es aceptada por los obreros como contrapartida a la garantía del empleo.

Con un sistema de empleo garantizado, lo lógico, de acuerdo con nuestra mentalidad, sería que la retribución salarial estuviera montada sobre un sistema de incentivos para evitar el desinterés. En el sistema japonés ocurre precisamente lo contrario, ya que se recompensa lo que nosotros consideramos más gravoso, la antigüedad. De nuevo nos encontramos con que, desde el punto de vista de una rentabilidad inmediatista, no tiene sentido y hay que entenderlo como parte de un sistema cultural del que se esperan mayores rendimientos económicos. A la empresa no le interesa que un trabajador compita con otros por alcanzar una prima mayor o un mejor puesto, pues esto erosiona el clima de colaboración y armonía, que es lo prioritario para el buen funcionamiento de la fábrica. Con el aumento y promoción por antigüedad, todos los trabajadores saben que, a su debido tiempo, la empresa les recompensara si han cumplido como cabe esperar.

Los círculos concéntricos

Las prácticas que hemos citado se aplican en las fábricas que constituyen el núcleo duro de los keiretsu y que vienen a representar un 30% de la población trabajadora japonesa. Una gran parte queda excluida de sus ventajas. De ahí que algunos autores hablen de una economía dual: por una parte, grandes empresas con tecnología avanzada, empleo estable y producción acreditada en el mercado internacional, por otra parte, medianas y pequeñas empresas que, al estilo de Taiwan, piratean la tecnología de las otras y utilizan los bajos salarios y la inestabilidad en el empleo como bases de su rentabilidad. Algo de eso hay, pero no es del todo exacto, ya que una buena parte de "la otra economía" no tiene un carácter marginal, sino que está integrada a los grandes grupos. El origen de este modelo, organizado en círculos concéntricos, se encuentra en las medidas impuestas al terminar la guerra. Como los créditos americanos eran canalizados por el MITI hacia las grandes empresas, las medianas y pequeñas vieron que su única posibilidad de supervivencia estaba en trabajar para las grandes. A éstas les venía muy bien, dado que las leyes antitrust de los americanos les impedían avanzar por el camino de la integración.

De esta forma se configuró un modelo, típicamente japonés, de empresas matriz y empresas colaboradoras basado en la dependencia y la protección. Según Coriat, las notas distintivas son: 1) la relación de subcontratismo es una relación a largo plazo, 2) la relación está institucionalizada y jerarquizada, pues el subcontratista asociado recibe apoyo financiero de la empresa, ayuda técnica y está sometido a un cierto grado de control, y 3) lo que se busca con la estabilidad de la relación es poder transmitir con agilidad las innovaciones y garantizar la calidad, cosa que no se consigue cuando lo que se pone en primer término es cambiar de subcontratista para conseguir costes de producción más bajos. El subcontratista japonés participa de los avances de la empresa matriz y está integrado, en mayor o menor grado, a la comunidad formada por el keiretsu. La existencia de una relación de subcontratismo tan estrecha y dinámica es lo que sugirió y posibilitó a Taiichi Ohno, director de Toyota, la implantación de un sistema de organización del trabajo conocido como producción ajustada.

El Toyotismo

Sakichi Toyoda (no Toyota, eso vino después) fue el hijo de un honrado carpintero japonés que vivió en los años inmediatamente posteriores a la revolución meijí. Aficionado a las máquinas, desarrolló un ingenioso procedimiento que perfeccionaba el sistema de tejer y, bajo la protección del zaibatsu de los Fuji, se estableció como fabricante en 1891. En un viaje a los Estados Unidos quedó impactado por su industria automovilística y decidió dedicarse a esta nueva tarea, pero murió y fue su hijo Kiichiro Toyoda quien, en 1933, puso en marcha la empresa. No hay mucho que reseñar de esta primera etapa, ya que, con el estallido de la guerra, la empresa tuvo que dedicarse a fabricar vehículos militares.

Al terminar la guerra, Toyoda fue una de las 82 compañías en las que se descompuso el zaitbatsu Fuji. Al reconstruirse éste, en 1949, Toyoda Textil se reincorporó al mismo, mientras que Toyoda Automóviles prefirió mantenerse independiente con el nombre de Toyota. En la etapa de reconstrucción económica, las empresas automovilísticas, consideradas empresas de futuro, gozaron de la protección del MITI y consiguieron levantar cabeza adaptando la tecnología americana, que copiaban descaradamente, a las limitaciones del mercado interno. Coches de gama media y bajo consumo, sólidos y baratos. Los intentos de penetrar en los mercados americano y europeo con estos modelos tuvieron escaso éxito. Pero la situación cambió por completo cuando, en 1973, se produjo la crisis del petróleo. Los coches japoneses habían mejorado su calidad, eran más baratos y consumían menos. En un estudio que causó gran revuelo, realizado por el MIT, de Harvard, y publicado con el título La máquina que cambió el mundo, se mostraba que la productividad de las fábricas de Toyota doblaba la de las fábricas americanas.

El sistema de producción de Toyota se fue articulando poco a poco a partir de la experiencia, del aprovechamiento de elementos culturales de la tradición japonesa y, en su última fase, de la incorporación de la tecnología informática. La innovación fundamental, ajustar los stocks a lo que se necesita producir, fue posible por la relación de dependencia que la empresa mantenía con los proveedores. Cuando en 1960 comenzó a construirse la nueva fábrica se concibió como una ciudad industrial en la que las instalaciones de la empresa matriz ocuparían el lugar central, rodeadas del parque de proveedores. De esta manera, en lugar de recibir el aprovisionamiento de stocks con mucha anticipación, los proveedores irían proporcionando los componentes de acuerdo con las necesidades inmediatas. Para conseguirlo, Taiichi Ohno, el artífice de todo este tinglado, concibió un sistema de tarjetas, llamadas kanban, en las que las distintas secciones realizaban los pedidos de acuerdo con previsiones ajustadas a cortos plazos de tiempo. De aquí que el sistema se llamara just in time.

El sistema kanban, o de tarjetas de pedido (cuando todavía no existía la informática), resultaba bastante complicado y requería una intensa implicación de los trabajadores. Para solucionarlo, Ohno echó mano del espíritu comunitario propio de la cultura japonesa. En lugar de permanecer pasivo y viéndolas venir, el trabajador toyotista, como el fordista, debía trabajar en equipo para prevenir las necesidades y corregir los fallos. A esto se le llamó kaizen -mejora continua-, y su objetivo es producir con cero defectos. Existe una amplia bibliografía dedicada a glosar esta idea, en la que no suele citarse el libro de Satoshi Kamata Toyota y Nissan, la otra cara de la productividad. Recoge opiniones de los trabajadores de las que se deduce que el camino de perfección trazado por el kaizen no es tan placentero ni tan estimulante como lo pintan los libros.

El engranaje toyotista se amplió y mejoró con la aportación de las nuevas tecnologías que permiten recoger, procesar y transmitir la información con suma rapidez. Los ordenadores periféricos recogen las demandas de los clientes y las transmiten a un ordenador central que, de acuerdo con ellas, realiza los pedidos a los proveedores. Se produce, de este manera, justo lo que se demanda con justo lo que se necesita, ni un tornillo de más o de menos. Estos elementos han conformado un modelo productivo que los estudiosos llaman paradigma toyotista, por oposición al paradigma fordista y que podría sintetizarse en los siguientes puntos: externalización de partes del proceso productivo versus integración, variabilidad del producto versus estandarización, series cortas versus series largas, trabajador polivalente versus trabajador descualificado.

M. Morishima: '¿Por qué ha triunfado el Japón moderno?'; J. Liker: 'The Toyota way'; J. Womack: ' La máquina que cambió el mundo.