Las tres grandes recetas anticrisis (políticas de oferta, monetaria y fiscal) ya fueron aplicadas en muchos países en los últimos siete años. Pero lo fueron de modo alterno y sucesivo (casi nunca conjunto y simultáneo), y como una corrección de las directrices de política económica y como ensayos consecutivos de terapias diferentes. Además, se aplicaron de forma dispersa y no coordinada geográficamente, de modo que llegaron a coexistir medidas expansivas y contractivas, según áreas y países, y no siempre porque sus circunstancias fuesen diferentes o viviesen distintos estadios de recuperación.

Estas divergencias facilitaron prácticas especulativas y de arbitraje, con fuertes movimientos de capitales de unas a otras áreas monetarias que propagaron la inestabilidad. Los desequilibrios internacionales previos a la crisis dificultaron la adopción de políticas homogéneas.

La ausencia de una respuesta única y homogénea a una crisis común y casi global permitió que los problemas saltasen de continente en continente (de EEUU a Europa, a Japón y China, y ahora a los emergentes) y que la crisis sea polimórfica, adoptando distintas configuraciones por las asimetrías en las políticas correctoras. La acción conjunta sería quizá la única forma de atajar el problema y evitar más focos en una crisis a la que no se ve final.

Esto exigiría atenuar las divergencias entre áreas porque sólo así sería posible consensuar políticas no contradictorias. Algunas divergencias se están corrigiendo pero el hundimiento del precio de las materias primas abrió un nuevo foso entre países productores y consumidores. Urge reducirlo, también en interés de los beneficiados (los importadores), porque también se volverá contra ellos. Se trata de encontrar un rango que, no siendo idóneo para todos, no sea pernicioso para ninguno. Al margen de algunas guerras por cuotas en el caso del petróleo, el problema es de demanda, y requiere una acción de gasto público en los países con margen fiscal.