La idea primigenia de una unión comercial, aduanera y en su caso política de estados europeos fue propuesta por Reino Unido y EEUU antes de que los padres fundadores del proyecto europeo esbozaran en 1950 la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), antecesora y germen de la UE.

El político británico y entonces líder de la oposición Winston Churchill lo planteó en Suiza en septiembre de 1946 y un año después, en junio de 1947, lo postuló el subsecretario de Estado para Asuntos Económicos de EEUU, Will Clayton, a la vuelta a su país de un viaje por la Europa destruida de la posguerra.

Setenta años después, Reino Unido, con su decisión del 23 de junio de 2016 de abandonar la Unión Europea (una ruptura sin precedente, salvo la de la región danesa de Groenlandia en 1985), ha puesto a prueba la solidez de la alianza de los 28 y del futuro de su proyecto.

También lo está haciendo EEUU con los ataques verbales de su presidente, Donald Trump, a la Unión y a sus dirigentes, con el lanzamiento de la guerra arancelaria contra productos europeos y con el apoyo explícito de Trump a la decisión británica y a los disidentes de Visegrado. El dirigente ruso Vladimir Putin, que acecha a la UE en un juego de poder y de geoestrategia que recuerda algunos vestigios de la Guerra Fría, es el otro actor que con su apoyo en la sombra alienta los movimientos populistas antieuropeos.

Europa, uno de los territorios más privilegiados del planeta por su prosperidad económica, su bienestar social y su régimen de libertades, es la segunda mayor área económica tras EEUU (la UE genera el 23,7% del PIB mundial con sólo el 7,1% de la población global) y mantiene una posición aún de referencia en un mundo cuyo peso económico se desliza hacia el Pacífico. De desunirse, caería -como sostiene Alemania- en la irrelevancia.