Uno de los episodios más divertidos y tristes de la historia de España ocurrió un día de junio de 1873. El primer presidente de la República -sí, hubo una primera República en 1873- llevaba cuatro meses en el cargo. Se llamaba Estanislao Figueras y era un abogado de Barcelona. Se dice que era una persona íntegra y bondadosa, amante del diálogo, un republicano moderado, sensato, justo. Pero la República que presidía era un guirigay. La crisis económica era tan grave que el Estado no tenía dinero para pagar las nóminas. Las interminables luchas parlamentarias entre los republicanos federales y los unitarios (lo que hoy serían nacionalistas y centralistas) no dejaban gobernar a nadie. En tres meses había habido varios intentos de golpe de estado. Y lo peor llegó cuando se declaró una nueva insurrección carlista en el País Vasco y Cataluña, porque la República no tenía dinero para pagar a sus soldados. Y las cosas empeoraron cuando se proclamó el Estat català en Barcelona. Por si fuera poco, al presidente Figueras le llegó el rumor de que sus oponentes intentaban asesinarlo. Figueras intentó buscar una solución en una reunión de su consejo de ministros. Cuando vio que nadie se ponía de acuerdo ni le daba su apoyo, pronunció una frase famosa o que debería serlo, porque además le salió del alma y la pronunció en catalán: "Senyors, ja no aguanto més. ¡Estic fins als collons de tots nosaltres!". Al día siguiente dejó una carta con su dimisión en su despacho, dijo que se iba a dar un paseo por el Retiro, cogió un tren y se fue a París. Poco después, los periódicos publicaron la extraordinaria noticia de que el Presidente de la República había huido sin decir ni mu.

Los políticos actuales son sin duda de otra pasta, y su apego al poder es tan grande que son capaces de aguantarlo todo al precio que sea, pero no sería de extrañar que en los próximos meses algún político importante de nuestro país, Rajoy o Sánchez, o quizá los dos a la vez emprendan el honorable camino que en su día inició don Estanislao Figueras. Salvo la guerra carlista, que felizmente no se vislumbra por ningún lado, la situación de ingobernabilidad en la que hemos entrado tiene muy difícil solución. Tenemos la misma crisis económica, la misma fracturación en bloques irreconciliables y la misma pulsión centrífuga que existió en los tiempos de la Primera República. Hay gente que no lo ve así, y estos días abundan las apelaciones al diálogo y a la altura de miras y a la visión de Estado, pero olvidamos que en la vida política de nuestro país hay muy poco diálogo, muy poca altura de miras y casi ninguna visión de Estado. Y todo nuestro modelo político parece inspirado por esas tertulias políticas de las cadenas de televisión basura que vienen a ser combates de lucha libre en el barro, ya que los propios programadores buscan a los tertulianos más ariscos y más bocazas para calentar a sus respectivas hinchadas y así ganar audiencia. Y si bien se mira, una buena parte de la campaña electoral ha sido así: promesas, gritos, mentiras, exageraciones, amenazas y, en cambio, muy pocas ideas, muy pocos análisis fiables y muy pocos gestos que nos permitan pensar en la supuesta capacidad de diálogo, en la supuesta altura de miras o en la supuesta visión de Estado. Y aquí está de nuevo la España que disfruta asomándose al precipicio porque lo confunde con una montaña rusa en Port Aventura.

Los optimistas dirán que pronto habrá una fórmula para encontrar una salida a este callejón sin salida. Puede ser. Pero me pregunto cómo va a ser posible pactar una reforma constitucional, luchar contra la crisis económica, atender a la gente que lo está pasando muy mal, no tirar la recuperación económica por la borda y encontrar un poco de sensatez en un país exasperado e histérico en el que hay sueltos demasiados aprendices de brujo. No parece una tarea fácil. El frente del miedo se bate contra el frente de la ira, y ese enfrentamiento es además un enfrentamiento entre dos generaciones y dos formas de entender la vida. Es la lucha del Imserso contra los selfies, de los que recuerdan la guerra civil y la postguerra contra los que no recuerdan nada, de los que quieren conservar lo poco que tienen contra los que prefieren tirarlo todo por la borda al grito de "O todo o nada" porque creen que las cosas ya no pueden estar peor.

Y mientras tanto, la educación es un desastre y los mejores profesores tienen que hacer el trabajo de burócrata, de mediador familiar, de educador de centro de menores y de pimpampún de feria, todo a la vez (una verdad dolorosa que nadie quiere oír). Y peor aún, no queda casi dinero para las pensiones, nadie se acuerda de la economía productiva y todo el mundo promete cosas que nadie sabe cómo se van a pagar. Y encima, en cualquier momento se va a proclamar el Estat català, o la república catalana, o Dios sabe qué. ¡Uf! Quizá, sí, lo mejor sea ir a dar un paseo y coger el primer tren hacia París. O donde sea.