Albert Rivera, que ayer abandonó la política para asumir en primera persona la hecatombe de Ciudadanos (su partido: suyo y de nadie más), practicó en su juventud la natación de competición y llegó a ser dos veces campeón de Cataluña de estilo braza, la primera vez a los 16 años. En la amarga noche del domingo, tras bracear desesperadamente durante una semana de campaña y seis meses de larguísima precampaña, a solo cinco días de cumplir los 40, anunció la convocatoria de un congreso extraordinario para que los afiliados decidieran si debía seguir sentado sobre los pecios del naufragio. Pero lo hizo sin aclarar si concurriría a la reelección. Ayer por la mañana (no esperó más) presentó su dimisión a la comisión ejecutiva alegando dos razones, una política y otra personal.

Dimite porque "es lo responsable, sea injusto o no", y porque así se lo enseñaron sus padres y sus profesores. Pero también porque "la vida es más que la política" y él quiere ser, ahora, "mejor padre, pareja, hijo y amigo".

No le quedaba otra. Ciudadanos, que el 28-A obtuvo 57 escaños y se quedó a solo 9 del PP, perdió el domingo cuatro de cada cinco actas hasta dejar exangüe su cuenta: 10 asientos. Dos millones y medio de votos de sangría. Esos 47 escaños menos han ido a parar al PP y a Vox, la suma de cuyos incrementos (22 y 28, respectivamente) da 50. Un hundimiento solo comparable al de UCD en 1982, según los analistas de catástrofes electorales comparadas. Y lo más ignominioso no es haber sido superado por el PSOE, el PP, Vox y Unidas Podemos, sino también por ERC, cuyos 13 escaños cosechados en Cataluña superan en tres los mercados por Ciudadanos en todo el Estado. Un récord sin parangón en el horizonte.

Pero no acaban ahí las amargas razones por las que Rivera estaba obligado a renunciar (ya debería haberlo hecho la noche del domingo). El funesto resultado de los naranjas, fruto de las decisiones personalistas del líder de un partido que era una prolongación de su ego volátil, inexperto y atrevido, supone la pérdida del escaño para muchos de sus más estrechos colaboradores. Salen del Congreso el secretario general de la formación, José Manuel Villegas; el de Organización, Fran Hervías; el de Acción Institucional, José María Espejo-Saavedra; el secretario general del Grupo Parlamentario, Miguel Gutiérrez; la portavoz adjunta, Melisa Rodríguez, y el exportavoz en la Cámara baja, Juan Carlos Girauta. Los seis, miembros de la ejecutiva permanente. Solo conservan el empleo Inés Arrimadas, cabeza de cartel por Barcelona, y Fernando de Páramo, secretario de Comunicación, además del propio Rivera, quien, a tenor del descalabro que causa a quienes le han acompañado en tan arriesgada singladura, decidió renunciar al acta ayer por la mañana.

¿Qué errores ha cometido Rivera para merecer tan severo castigo? Incontables. Por citar tres de los más sonados. Uno, votar en contra de la moción de censura a Mariano Rajoy el 1 de junio de 2018, lo que le alineó con un partido condenado por corrupción por la Audiencia Nacional (cuando Cs había desembarcado en la política estatal para regenerarla) que además se había cansado de usarlo como muleta. Dos, compartir la célebre foto de Colón con Casado (el de entonces, rozando la derecha extrema) y Abascal, después de pactar con ambos (con Vox, por persona interpuesta, con vergüenzas de colegiala) para gobernar Andalucía y expulsar de la Junta al PSOE, que había ganado las elecciones de diciembre. Y tres: su negativa a llegar a algún tipo de acuerdo con los socialistas antes y después de las generales del 28 de abril, lo que desencadenó una fuerte crisis interna en Cs y dio la suelta a un río de dimisiones.

En septiembre, a punto de cumplirse los dos meses de la fallida investidura de Pedro Sánchez, quiso arreglarlo, pero poniendo condiciones inasumibles (porque no estaban al alcance del Ejecutivo en funciones). Además, se le veía el plumero: los sondeos vaticinaban a los naranjas una caída sin paliativos. Por último, en la semana previa a los comicios de este domingo, llegó a animar a Casado a abstenerse ante Sánchez (él ya regalaba el pasivo desde hacía días) para que el país tuviera por fin Gobierno y no hubiera que ir a unas terceras elecciones. Era tarde, muy tarde, veía venir el desastre.

Se desprende de todos estos vaivenes la certeza de que Rivera ha regido el rumbo de su partido (y vuelvo a recalcarlo: suyo y de nadie más) con mirada no ya cortoplacista, sino tan en función de la coyuntura que cada movimiento ha entrado en contradicción con el anterior y el siguiente. Que el electorado de Ciudadanos era tan volátil como su líder. Que ni la derecha ni la extrema derecha, con una base de votantes mucho más fiel (en el primer caso, extensa; en el segundo ya veremos), le necesitan para llevar a buen puerto sus barcos. Y que, en resumen, el deseo incontenible de Rivera de nadar en las piscinas de todos sus vecinos le ha conducido al mismo desastre que a Neddy Merrill, el protagonista del cuento El nadador, de John Cheever.

Merrill de la política, el líder de Cs comenzó en un cálido verano, con entusiasmo juvenil, la gran empresa de llegar a la Moncloa bañándose en todas las piscinas del vecindario. Pero a medida que el viaje y los baños transcurren, pierde la noción del tiempo y el verano se torna otoño. Los últimos vecinos ya no le reciben como los primeros, todo risas, tragos y bienvenidas, y la energía con que empezó la aventura se esfuma. Nadar es ya sinónimo de cansancio y dolor. Cuando concluye el periplo, después del último baño, ya no camina, se tambalea, y la casa a la que regresa (no la Moncloa, sino la sede Ciudadanos) está decrépita, vacía y abandonada.