En el horizonte político hay ahora una sola fecha y lejana. Lo único que sabemos es que el 3 de diciembre se constituyen las Cortes de la decimocuarta Legislatura, que serán muy distintas a las formadas en mayo y en las que cuesta más encontrar una salida viable al bloqueo político. Hay variaciones, algunas notables como es el caso de Ciudadanos, en los números, pero también cambios de clima que complican unas sumas que están ya más allá de la estricta aritmética. Lo que parece descartado, al menos con las urnas todavía calientes, es que, a la vista del resultado desastroso que la segunda convocatoria tuvo para quienes la propiciaron, la democracia siga transitando por caminos inéditos y alguien se atreva ahora a romper el tabú de las terceras elecciones.

Sánchez y su debilidad

En su intervención fría de la noche electoral, no hubo asomo alguno de arrepentimiento en el presidente Sánchez por haber llevado al país a unas nuevas elecciones. Tras la reunión de su ejecutiva ayer, el PSOE solo destaca su victoria, la tercera consecutiva, sin dar pista alguna de cómo piensa gestionar la complicada posición en que los deja su triunfal retroceso.

Sánchez se resiste a compartir poder y resulta dudoso que en una posición más débil que la de abril consiga sacar adelante un ejecutivo en solitario, que sería siempre débil y precario. Descartada la fórmula de la gran coalición con el PP, de la que reniegan ambos socios potenciales, y sin la entrada en el ejecutivo que reclama como condición para su apoyo el recalcitrante Iglesias, los socialistas quedan con poco margen. La única opción es abrirse a una fórmula nueva, quizá no ensayada en democracia, que ahora no se atisba. El PSOE tiene que aglutinar muchos fragmentos parlamentarios, algunos con tendencia natural a chocar entre ellos, para alcanzar los 176 de la mayoría absoluta. Eso requiere una flexibilidad extrema de la que Sánchez no dio muestra hasta ahora, pero, en cualquier caso, todo apunta a que dar con la salida llevará mucho tiempo.

Hay que olvidarse de un gobierno nuevo antes de fin de año y veremos qué ocurre en el entrante. La falta de plazos establecidos para que se constituya un nuevo ejecutivo juega a favor de la tendencia dilatoria que domina toda negociación política.

Casado, en recuperación

El enorme salto de lo que él mismo identificó como la ultraderecha presiona a Pablo Casado en la linde extrema de su electorado. La subida de Abascal dificulta que el PP pueda plantearse a corto plazo la abstención en la investidura de Pedro Sánchez.

El 10-N, sin embargo, deja a Casado mucho más alivio que presión. Sus resultados no alcanzan las expectativas, se mantienen lejos de la barrera psicológica de los 100 diputados, que era la expectativa, y siguen en los puestos más bajos de la tabla histórica del partido.

La compensación a todo ello consiste en que quien en abril era un líder amenazado de decapitación, por el derrumbe de un partido que llevó a la radicalidad en sus pocos meses al frente, ahora respira tranquilo al ver cómo se disuelve su peor amenaza. Rivera resultaba más temible para Casado que Abascal. Ciudadanos fracasó en su pretensión de sobrepasar al PP en su momento más bajo. Rivera agravó la oportunidad perdida dando árnica a los populares al apuntalarlos en el gobierno de sus feudos tradicionales, como Madrid y Castilla-León, tras las elecciones autonómicas de mayo.

La caída en picado de Ciudadanos el 10-N es la antesala de la disolución progresiva de un partido que nunca tomó cuerpo como tal. Por la dinámica generada en casos anteriores, algunos de ellos con formaciones con mayor consistencia orgánica que la de Ciudadanos, sabemos que en la huida del barco que se hunde el socio con el que se comparte el poder siempre es un buen asidero para quienes quieren continuar su carrera pública. Por esta vía, veremos cómo, con bastante probabilidad, en los próximos meses el PP se refuerza en aquellos lugares en los que ahora Ciudadanos era un socio que podía colocarlo en aprietos y que pasa a convertirse en un candidato a la absorción por proximidad.

Iglesias, recalcitrante

Los rostros severos de los Iglesias-Montero en la noche electoral eran expresivos del disgusto por un nuevo retroceso. Desde que consiguió encumbrarse en diciembre de 2015, Podemos no hizo otra cosa que perder espacio elección tras elección, sin que ello supusiera reconsiderar la línea que marcaba Pablo Iglesias. El domingo volvió a hacerlo: fueron 600.000 votos menos que hay que descontar de su capital propio, no del de las confluencias, que mantienen resultados. Ese castigo electoral a su rechazo a entrar en un ejecutivo encabezado por Sánchez con una vicepresidencia y tres ministerios no mueve al líder de Unidas Podemos ni un ápice de la posición que tenía en julio.

A despecho de aquel viejo principio de la izquierda que era la autocrítica, Iglesias insiste en el gobierno de coalición. El planteamiento de partida es idéntico e igualmente con truco: reclama una presencia proporcional a los votos obtenidos, cuando el peso de los socios de un gobierno es reflejo de su efectiva representación parlamentaria, del número de escaños. En la misma noche electoral, Iglesias se mostró displicente con su antiguo amigo Errejón, en una clara minusvaloración de que el líder de Más País personaliza su peor amenaza. Tres diputados parecen pocos si nos abstraemos de la circunstancia de que son el logro de una plataforma electoral improvisada en apenas mes y medio.