El balance del 10-N es fácil de hacer. La forzada convocatoria de elecciones fue un error; Rivera perdió la brújula que pudo llevarle a la Moncloa si hubiese pactado con Sánchez un gobierno de mayoría absoluta y ahora se ve en la calle. Unidas Podemos no supo ceder en su ambición de sentarse en el Gobierno a cambio de ganar en credibilidad forzando un pacto de legislatura de justicia social y ahora está peor que antes. Al PSOE le pasó otro tanto; fue incapaz de sacar adelante un gobierno con su socio preferente y, aunque ganó de nuevo las elecciones, está en peor situación que antes del 10-N. Una vez constatado el desplome de Ciudadanos, no puede extrañar que los 47 escaños perdidos hayan ido a parar a la derecha nacional, aunque sí es sorprendente su distribución, 22 al PP y 26 a Vox.

El éxito incontestable de Vox tiene una explicación añadida y que coincide con el crecimiento de partidos como Junst per Cat, Bildu o la CUP. Es de agradecer que los electores sigan acudiendo a las urnas sin caer en una resignada abstención, pero eso no significa que los ciudadanos confíen en igual porcentaje en el sistema democrático. Muchos confían en el sistema, pero no en sus líderes y cada vez más emiten un voto de castigo, pero otros dan su confianza a partidos que tiene como bandera ser antisistema. Pasó con Podemos, que ahora abraza la Constitución, y pasa ahora con los independentistas. Incluso aquellos que, sin dejar de ser independentistas, proponen suavizar algo la confrontación, caso de ERC, son penalizados. La radicalidad ofrece la satisfacción de destruir sabiendo que nadie te va a recriminar por ello. Cierto que la radicalidad es un indigesto suflé, pero, mientras no baja, da de comer a mucha gente.

El 10N señala el big bang de la política española, el desparrame de sentimientos contrapuestos y fragmentados en opciones políticas que no van al encuentro, sino a la colisión. La transición política puso frente a frente a dos polos que se repelían, pero que maniobraron no sin graves tensiones para buscar un punto de atracción. Cuando todo parecía gravitar en orden, la corrupción política, la crisis económica y el independentismo han provocado graves desajustes cuyo resultado es el caos que refleja el resultado electoral.

Entre tantos choques y reproches lo único que puede cambiar la polaridad de las fuerzas políticas es la humillante incompetencia de volver a convocar nuevas elecciones. Pero si el acuerdo llega sólo para evitar este desenlace, el gobierno será débil. Pedro Sánchez lo tiene difícil, porque sobre él recae la mayor responsabilidad y Pablo Iglesias sabe que Sánchez ya no cuenta con la amenaza de nuevas elecciones. Pese al retroceso de Unidas Podemos, Iglesias jugará sin miramientos la baza del gobierno de coalición; de hecho, fue lo primero que dijo la noche electoral y esta vez no va de farol. La negociación no será fácil y de su éxito depende el acuerdo con los demás apoyos para su investidura. Todo sería más llano si el PP se abstuviera, pero si antes no lo hizo, es difícil que devuelva al PSOE el favor que éste le hizo a Mariano Rajoy en su última investidura, sobre todo teniendo en el espejo retrovisor a Vox.

La transición fue fruto de la transacción y el 10-N es fruto de la intransigencia. A estas alturas no es cuestión de pedir que los astros recompongan sus órbitas y dejen de chocar estúpidamente entre sí mientras se despedaza el sistema político, territorial y económico. Solo cabe aspirar a que tengan un poco de vergüenza; la misma que tuvimos muchos electores el domingo pasado al depositar su voto en las urnas.