Hay afirmaciones que por la solidez que les ha dado el tiempo no deberían necesitar mayor apostilla. Una de ellas fue hace años el eslogan de A Coruña impulsado por los Museos Científicos Coruñeses: sin ciencia no

hay cultura. Como gran verdad tiene importantes consecuencias y segundas derivadas e, incluso, se puede reformular de distintas maneras, como sin cultura no hay ciencia o sin investigación no hay progreso. Y no es casualidad que todo ello sea la base, el corazón palpitante, de la universidad. La educación superior es esencial para una sociedad próspera; es el mayor agitador socio-económico y el lugar en donde se han logrado la mayoría de los grandes descubrimientos de los últimos siglos. Por lo tanto, tercera derivada, sin universidad no hay ni educación, ni cohesión social ni crecimiento, no hay futuro y allá en donde se creó una universidad, la ciudad creció de forma próspera. Siendo esto así, ¿por qué nos vemos en la necesidad de recalcarlo?

La importancia de la universidad en el tejido social empezó a ser patente en el medioevo, en donde el auge de las ciudades y el éxito de las universidades fue de la mano. Mostremos como ejemplo el caso de Perugia, en 1355, cuando el emperador Carlos IV concedió a la ciudad el derecho permanente de albergar una universidad procurando ventajas económicas y seguridad para entrar y salir a todos aquellos que quisiesen acceder al estudio, incluyendo a los que venían de tierras lejanas. Interesante puntualización esta última; la universidad ofrece cultura y beneficios económicos y es, a la sazón, un atractor internacional, un vínculo entre países.

Viniendo todo ello de tan atrás y siendo verdad que nadie discute, no se entiende por qué la universidad española del siglo XXI, y en especial la universidad de nuestro entorno, pasa por momentos de penuria económica y melancolía científica, desafección con la empresa y con la sociedad en la que está inmersa y, a mayores, no ha conseguido lo que ya se pregonaba en Perugia, servir como faro internacional. ¿En qué nos hemos equivocado? El diagnóstico puede ser largo, pero en sí mismo ya es parte de la solución. Los profesores universitarios no hemos sabido regenerar la universidad para transformarla en una fuente de excelencia y nuestros gestores no han sabido crear primero y gestionar después un plan real, ilusionante y enmarcado en un horizonte temporal posible. En definitiva, definir qué universidad queremos y qué debemos hacer para conseguirlo. Este fracaso ha afectado a muchas universidades españolas, pero no todas han quedado lastradas por igual; algunas han comenzado a enderezar sus horizontes de forma más que notable, mientras que otras, quizá también la nuestra, padecen alarmantes señales de retroceso. Pero el futuro viene ahora y con él los retos (y oportunidades). Veamos dos ejemplos que en realidad son compendio de otros más.

El primero se centra en las relaciones personales e institucionales. No es posible considerar a la universidad aislada de su entorno e invisible para la sociedad en la que está inmersa. El ámbito universitario ha sido siempre cuna de ideas, proyectos y alternativas para temas que se instalan en la sociedad y se imbrican con los distintos estamentos e instituciones que la forman. Tampoco es comprensible una universidad desinformada de sí misma, en la que sus componentes desconozcan las potencialidades y el bien hacer de sus colegas, lo que inevitablemente cancela el diálogo, las sinergias necesarias para el desarrollo y, en último término, la excelencia que debe ser exportada. Nuestro reto habrá de ser establecer y mejorar las alianzas constructivas con las fuerzas económicas, sociales y políticas de nuestro entorno. En definitiva, desplegar la universidad hacia la sociedad.

El segundo es el reto de la financiación para conseguir la excelencia real. La universidad española se ha financiado tradicionalmente con un gran aporte público, una menor contribución de la empresa privada y una ayuda pírrica del mecenazgo, esencialmente las donaciones particulares y las fundaciones. Esto ha creado una situación acomodaticia, frontalmente incompatible con la excelencia que se pregona por todos lados. A todas luces es necesario incrementar el ingreso de fondos que eleven el presupuesto universitario y que permitan "hacer universidad de primera", en la docencia, en la investigación y en la gestión. No existe magia a este respecto, sino un apoyo decidido a las líneas estratégicas que mejor nos definen y hacen competitivos, una ayuda al acceso a fondos internacionales, una comunicación con el tejido productivo para atraer su participación y, definitivamente, una búsqueda incesante de la inversión filantrópica. Resulta lamentable el escaso diálogo con ese sector y la falta de argumentos y dotes de convicción que hemos mostrado hasta este momento. Más allá de la presencia de buenos incentivos fiscales que se aplican en otras latitudes, no se puede comprender ni la escasa participación de las fundaciones en la financiación de la universidad ni la paupérrima aportación privada. Nuestro reto es "vender" insistentemente la universidad por su auténtico valor, que es mucho, y mejorar de forma progresiva su financiación condicional.

En definitiva, en el horizonte está la posibilidad de refundar nuestra universidad. Hacerla mejor, visible, competitiva y vibrante. Para ello tendremos que demostrar que lo que dijo aquella exrectora de Oslo „"cambiar la universidad es como cambiar un cementerio, no puedes esperar gran ayuda de los que están dentro"„ estaba equivocado. Es nuestro trabajo y nuestra obligación.