El presidente Touriño, querida Laila, ha hecho coincidir la campaña electoral con los carnavales. No me extrañaría que alguien se lo reprochase, argumentando que el desmadre, propio de la gran fiesta de la primavera, pudiera contaminar de jolgorio la necesaria seriedad del debate político en el que ha de participar la ciudadanía para conformar su decisión de voto. Pero lo seguro es que, a estas alturas, los más arteros estrategas de los partidos están pensando ya en cómo integrar esta coincidencia en sus objetivos electorales. Lo que me lleva a pensar que el verdadero peligro quizá esté en que sean las elecciones las que contaminen al carnaval, vaciándolo de su natural trascendencia a base de reducirlo a la condición de un instrumento partidista más. Un instrumento de usar y tirar.

Porque, amiga mía, el carnaval es más viejo que la democracia, sus raíces se asientan en los albores del neolítico y ha atravesado la historia hasta hoy, sorteando toda suerte de avatares. El carnaval es la fiesta con que se celebra la salida del funesto reino de la oscuridad, que es el invierno. El oso se despereza, los arroyos cristalinos del deshielo empiezan a cantar, cede terreno la oscuridad a la luz, crecen los días y se percibe el final de la invernada. Es entonces cuando las gentes se rebelan, hacen añicos su miedo ancestral y telúrico, y estallan en la gran orgía de la libertad y de la vida. Es la fiesta más sagrada, esencial y purificadora. Se quema lo viejo en la gran hoguera que crepita bajo las estrellas, se rompe el tedio con el estruendo y la algarabía de la juerga, se rasga la oscuridad con el color y la luz intensa de la primavera, se rompe el yugo de las normas y de las leyes con la trasgresión más abierta y se empuja la vida quitando todo freno al placer. Todas las culturas y civilizaciones lo han convertido en fiesta sagrada bajo la advocación de todos los dioses o de ningún dios. Es el rito y el juego de la emancipación y de la libertad que anidan, como la aspiración más profunda, en la mente de todos los hombres y mujeres. Aquí radica, querida, su trascendencia verdaderamente política. Por eso el carnaval nunca ha gustado a los tiranos, que lo han combatido a sangre y fuego o han tratado de utilizarlo y acotarlo con astucia.

Desde la cristiandad, el carnaval se ha combatido con la represión y, sobre todo, incrustando en el calendario el terrible tiempo de cuaresma, que es la vuelta al invierno, a la oscuridad, al dolor y a la negación patológica de uno mismo. La muerte y el miedo son los que verdaderamente resucitan en la cuaresma con la penitencia y la mortificación. Es la negación del placer, de la libertad y de la vida. Los oscuros pastores de la muerte prometen la quimérica resurrección de la carne y un virtual gozo beatífico y bobalicón a cambio de una vida real mortificada, llena de miedo, de culpabilidad y mansamente sometida al poder.

El presidente ha hecho coincidir la campaña con el carnaval, pero la elección con la cuaresma, haciendo así alarde de una ambigüedad digna del Arcipreste de Hita, lo que resulta muy inquietante. La campaña, querida, puede ser la fiesta orgiástica de la promesa y del sueño y la elección el inicio de otro largo y tedioso tiempo de cuaresma, igualito al que acabamos de vivir. Esto es el gran cuadro de Brueghel, que nos describe muy bien la brega eterna entre don Carnal y doña Cuaresma, pero que no nos da el resultado de la lucha.

Bueno será, querida, que en estas elecciones sepamos enviar señales inequívocas a nuestros prebostes de que lo nuestro no es la cuaresma, sino la eterna fiesta emancipadora que, por mucho que les duela, siempre vuelve, como vuelve la primavera tras todos los inviernos.

Un beso.

Andrés.