crónicas galantes
Galicia, tierra de infieles
Ánxel Vence
La experiencia sugiere que los vecinos de Galicia tendemos a contestar casi cualquier cosa a condición de que no tenga nada que ver con la pregunta: y por lo que toca a los de Bilbao, bien conocida y hasta legendaria es su afición a fanfarronear sobre toda suerte de proezas.
Ciertamente, esta fue tierra tomada por los infieles sarracenos allá por los lejanos tiempos de Almanzor, de quien se cuenta que cargó a lomos de cristianos las campanas de la catedral de Compostela para llevárselas Dios -o Alá- sabe dónde.
Ahora bien, la infidelidad a la que alude la encuesta tiene más que ver con los lances de alcoba y la españolísima tradición taurina de los cuernos. Dado que en Galicia apenas tenemos una plaza de toros y ningún torero del que presumir, no parece muy lógico que los vecinos (y vecinas) de este reino sean los que mayor número de cornamentas adjudican a sus parejas. O eso dicen, al menos. Con los gallegos no hay encuesta que funcione, según han experimentado en sus carnes las distintas empresas demoscópicas que se arriesgaron a indagar en la intención de voto de esta tribu como quien hurga en el hígado de las ocas del Capitolio. Alguna que otra vez han acertado si hemos de ser justos; pero lo habitual viene siendo que los sondeos fallen más que una escopeta de tómbola.
No se trata tan sólo de nuestras altas y probablemente imaginarias tasas de infidelidad conyugal o siquiera de la política. A quien le somos realmente infieles los gallegos es a los entrevistadores que vienen a preguntar -con poco tacto- sobre cuestiones tan personales como los deslices de cama o el pie ideológico del que cojea cada uno. No extrañará que las respuestas sean cualquier cosa, excepto fiables.
El caso de las últimas elecciones autonómicas en Galicia fue de lo más ilustrativo a este respecto. Ya fuese por ingenuidad, ya porque ignorasen nuestra peculiar idiosincrasia, los encuestadores no tuvieron mejor idea que situarse a las puertas de los colegios electorales y preguntar a quienes salían por su papeleta. Aseguran los expertos en demoscopia que este método es prácticamente infalible, pero no contaban con los gallegos. Como era previsible, el resultado de la encuesta a pie de urna anunció una debacle del partido que entonces encabezaba el monarca saliente Don Manuel. Nada más cerrarse los colegios, las teles trompetearon que los conservadores hasta entonces en el Gobierno habían perdido entre seis y nueve diputados hasta quedar a más de tres de la mayoría absoluta. Los encuestadores que se fiaron de los infieles gallegos tardarían apenas un par de horas en descubrir el monumental engaño de que habían sido víctimas. Mediado el escrutinio, Fraga llegó a disponer de la mayoría de gobierno y sólo hacia su término se invirtió levemente la tendencia. La franca derrota del fraguismo se quedó finalmente en un empate técnico tan ajustado que aún habría que esperar una semana más a la llegada de las sacas de la emigración.
Muchos interpretaron entonces que el patinazo de las encuestas no hacía sino demostrar la legendaria ambigüedad de los gallegos que siempre andan subiendo y bajando al mismo tiempo la escalera con incierto destino. Algo de eso hay, aunque la leyenda haya agrandado nuestro enigma. No de otro modo se entiende, desde luego, que una mayoría de los encuestados por aquí declaren sentirse de izquierdas a la vez que anuncian -de forma igualmente mayoritaria- su propósito de votar a la derecha, como reveló un sondeo de hace cuatro años. Se conoce que no somos ni de izquierdas ni de derechas, sino todo lo contrario. En tierra de infieles, todo depende.
anxel@arrakis.es
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