Los de cada tres gallegos opinan que se vive mejor en el campo, aunque ello no impide que tres de cada cuatro residan en la ciudad o en áreas urbanas. Justo al revés que hace algunas décadas, cuando más de la mitad de los galaicos se avecindaba en el campo (o en Suiza, o en Alemania) y sólo una minoritaria porción poblaba las módicas urbes del país. Raros como somos, ahora echamos de menos la vida en el lugar que abandonamos no hace tanto. La encuesta que revela la vocación campestre y hasta pastoril de los gallegos fue difundida ayer por el conselleiro de Medio Rural, gratamente sorprendido -como es lógico- por la buena opinión que el personal tiene del ramo agrario bajo su competencia. Aunque quizá Samuel Juárez se haya dejado llevar por un exceso de optimismo. Una cosa es ir de excursión o de visita a la aldea y otra bien distinta -y acaso menos hacedera- vivir a diario entre vacas. Todavía no hay programas de conciliación de la vida laboral con la rural, pero aun en el caso de que existiesen resulta más que improbable un retorno masivo de la población de Galicia al lugar donde residía hace apenas treinta años.

La nostalgia del campo es tan antigua como las églogas en las que Virgilio loaba dos milenios atrás la sana vida pastoril. También los griegos abonaron el mito con su Arcadia feliz, que venía a ser algo así como una exaltación avant la page del actual espíritu ecologista que aboga por el desarrollo sostenible, la reconciliación del hombre con su entorno y la vida en armonía con la naturaleza. Nada de ello impide que incluso los ambientalistas utilicen el coche para desplazarse al campo; pero es que tampoco resulta fácil ser hippie a jornada completa.

El trasvase de población desde el campo a las ciudades suele ser un síntoma inequívoco de progreso, además de requisito previo para la modernización de cualquier sociedad. En los países que hicieron tempranamente los deberes de la Revolución Industrial, tal que Inglaterra, la rápida migración de campesinos a las ciudades redujo la población agraria a porcentajes mínimos. Y otro tanto ocurriría poco más tarde en las naciones que hoy lideran la economía mundial. Cierto es que a los británicos les gusta el campo incluso más que a los gallegos; pero ellos se han curado la nostalgia inventando los cottage, el week-end y la semana inglesa que hacen del campo un lugar de reposo finisemanal al que se va a plantar buganvillas y jugar al bridge. Una razonable alternativa a la idea más bien quimérica de vivir todo el año allí.

España atravesó tardíamente -allá por los años sesenta- ese proceso de despoblación del campo, condición indispensable para el alumbramiento de una moderna economía industrial y de servicios. Hubo no pocas resistencias, desde luego. Basta echar un vistazo retrospectivo a las películas de la época en las que Paco Martínez Soria representaba el papel de paisano auténtico y "natural" frente a las intolerables modernidades del progreso. La ciudad no es para mí y otras muchas cintas del momento proclaman hasta qué punto el espíritu reaccionario se solapaba con el agrario.

En la atrasada Galicia el proceso fue aún más lento y con alguna curiosa peculiaridad. A diferencia del resto de España, los gallegos no emigraban directamente a las ciudades, sino que hacían escala intermedia en algún país de América o de Europa. Tras tomar ese desvío, el retorno se produjo mayormente a las áreas urbanas, acaso porque los dudosos encantos de la vida rural ya no les atrajesen en exceso después de haber conocido otros mundos.

Apenas instalados en la ciudad, los gallegos -gente de suyo paradójica- declaran ahora en una encuesta su nostalgia de la vida en el campo. Pero también en los sondeos electorales dicen una cosa para luego votar la contraria. Bien haría el conselleiro de Medio Rural en no fiarse mucho de ese inesperado brote de morriña.

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