. l septiembre negro de paro, ruina y quebrantos económicos que nos anuncian los aguafiestas va a ser -por una vez- algo más llevadero para los gallegos: o al menos eso sugieren las felices noticias de estos días. Ayer, sin ir más lejos, el ministro lucense de Fomento, José Blanco, anunció la inminente licitación de tres nuevos tramos del AVE que unirá Galicia con el resto de la Península por un importe total de más de 400 millones de euros. Con crisis o sin ella, queda claro una vez más la importancia de tener a un paisano en el Gobierno. Setenta mil millones de pesetas en una sola tacada constituyen ya de por sí noticia del todo insólita en esta Galicia tan húmeda en lo climatológico como seca -y hasta árida- en lo tocante a lluvia de inversiones del Estado. Pero aún lo es más ahora que las arcas del Tesoro empiezan a criar telarañas como consecuencia de la perseverante política de gasto que el Gobierno mantiene para garantizar la felicidad y acaso el voto de la ciudadanía.

Se ignora de qué calcetín saldrán esas cuantiosas partidas presupuestarias con las que el ministro Blanco va a darle un empujón a la atascada locomotora del AVE. Lo seguro es que los gallegos no pondremos reparos al maná, venga de donde venga.

Si acaso, habría que interpretar el renovado empuje que el tren foguete ha tomado tras la llegada de Blanco al Ministerio como una especie de reparación -tardía- por los muchos agravios que Galicia padeció durante el mandato de su predecesora, Magdalena Álvarez. Aquella ministra que, como el pájaro tero, prometía inversiones en Galicia y las ejecutaba a caño libre en su tierra natal de Andalucía.

Habrá quien considere de lo más natural que una gobernanta andaluza gaste los presupuestos en tierras del sur y que uno gallego haga lo propio en este perdido reino del noroeste; pero eso es en realidad lo que más alarma de todo este extraño asunto. No parece serio, desde luego, que las inversiones se decidan en función de la partida de nacimiento del ministro; si bien es verdad que tampoco estamos hablando de un país serio, sino de España.

Aquí tenemos colmada experiencia sobre lo mucho que influye el paisanaje y el natural compadreo que de él se deriva a la hora de confeccionar los Presupuestos del Estado. Poco vienen al caso en esta parte de la Península las izquierdas, las derechas, los progresismos, los conservadurismos y las ideologías en general. Lo que de verdad importa es tener un paisano en el Gobierno al que poder formular la inevitable pregunta: "¿Qué hay de lo mío?". De sobra lo saben los andaluces, que obtuvieron hace ya más de veinte años el primer tren de alta velocidad español y una Exposición Universal en Sevilla coincidiendo con la circunstancia -probablemente casual- de que el entonces presidente fuese un sevillano de pro como Felipe González. Igualmente accidental resultó sin duda el hecho de que Valladolid, y no Barcelona pongamos por caso, fuese la segunda ciudad para la que se proyectó un AVE. Que la jefatura del Gobierno la ejerciese en aquel momento el vallisoletano y ex presidente de Castilla-León José María Aznar es un dato puramente azaroso al que sólo los malpensados podrán dar alguna trascendencia. Lejos de quejarnos por esta política vagamente caciquil basada en el paisanaje y el padrinazgo, los gallegos debiéramos apoyarla con más ahínco que cualquier otro reino autónomo de la Península. Y es que a falta de peso político, económico o demográfico suficiente para que el Gobierno nos atienda, la tradicional vía del paisano con mando en Madrid bien pudiera ser la idónea para que pintemos algo en España. Si París bien valía una misa para Enrique IV, es lógico que también Galicia valga un tren para un ministro con intereses políticos y afectivos en este reino. Tenga por seguro nuestro benefactor Blanco que nadie -ni siquiera sus adversarios- se lo va a reprochar.

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