–Hubo un tiempo en que Amando de Miguel era el sociólogo de cabecera de este país.

–Para bien o para mal, sigo siendo el más conocido. En el ámbito internacional tiene mayor renombre mi maestro, Juan Linz, pero en España no es tan conocido. En los años sesenta yo ya hacía comentarios de sobremesa sobre la vida cotidiana en TVE. Pese a que era crítico con el régimen y existía censura, salía en la televisión pública, cosa que ahora no ocurre. La censura se ha vuelto sutil, pero la hay. He escrito decenas de miles de artículos y 130 libros. Más que un grafómano, yo me autodenomino un papirómano, un devorador de papel.

–Esa presencia pública que siempre tuvo como sociólogo ¿le proporcionó una visión más privilegiada de España?

–Casi todos los sociólogos de mi promoción han sido catedráticos y han trabajado con ese soporte académico. Yo casi todos los trabajos sociológicos los he hecho fuera de la universidad. Quizá por necesidad, porque volví de Estados Unidos y no encontré sitio en la universidad, trabajé primero en una empresa de encuestas y después en un despacho profesional de sociología. Fui el primero que puse la placa de sociólogo en la puerta y tuvo clientes. Eso no quita que yo haya estado cuarenta años dando clase y que haya desarrollado mi carrera académica.

–Ganó la cátedra estando en la cárcel...

–En los años sesenta empiezo a ser crítico con el Gobierno. No soy de ningún partido, estaba próximo al grupo del diario Madrid. Gané la cátedra estando en la cárcel en 1971, lo que era una situación atípica porque para acceder a la cátedra tenías que jurar los principios del Movimiento. Estuvieron tres años sin nombrarme por un empecinamiento de Carrero Blanco. Hasta que lo mataron no firmaron mi nombramiento. Con todo, mi carrera académica es extraña. Durante varios años estuve dando clases en la Universidad Autónoma de Barcelona y, como no me podían contratar como profesor, tenía estatuto de conferenciante.

–Se encontró entonces con un espacio profesional casi intacto.

–Volví de Estados Unidos en 1963 en plena transformación económica de España. El campo de trabajo era inmenso. Yo colaboré, por ejemplo, en los planes de desarrollo aportando material. También estaba Tamames, con quien tengo una biografía en cierta forma paralela, los dos somos muy prolíficos. Los trabajos de investigación los he hecho con estudiantes, pero fuera del ámbito universitario. He encontrado siempre la universidad muy anquilosada, muy incapaz, con demasiados frenos administrativos.

–¿Es esa su única limitación?

–Además ha perdido calidad, no cabe la menor duda, aunque ha ganado en cantidad y hoy casi todo el mundo llega a la universidad. Saben menos los profesores y los estudiantes, y la calidad del conocimiento desciende curso tras curso. Ya no hay exámenes orales, lo que implica una falta de estructura mental que hace que cuando tienen que exponer algo en público no puedan hacerlo sin leer. No existe espíritu de superación.

–De lo que era un espacio sin explotar hemos pasado a la banalización de lo sociológico. Ni un solo día sin encuestas.

–Sí, se ha trivializado. Sobre todo porque siempre se dan datos globales sin analizar las conexiones internas de esos datos. A mí me enseñaron a relacionar unas cosas con otras y a explicar esas conexiones.

–Esa proliferación se acompaña del escepticismo. Ya nadie se cree una encuesta electoral.

–Y con razón. Yo no suelo leerlas. Mi consejo es que cuando aparezca un decimal en el resultado de una encuesta no se siga leyendo, porque tiene trampa. El margen de error está en más-menos dos, por lo que los decimales no tienen sentido. Soy el más escéptico ante estas encuestas, aunque reconozco que cumplen su función, que es alimentar el debate y dar juego informativo. Además, los españoles hemos aprendido a mentir en esos sondeos públicos. Pero la sociología no consiste solo en encuestas. Hay cartas de los emigrantes que nos dicen más sobre aquellas vidas que cualquier estudio sociológico.

–¿Sabemos más de nosotros mismos ahora?

–Ahora tenemos un grado de conocimiento de la sociedad extraordinario, aunque yo siempre digo que escribo para los historiadores de dentro de mil años. Las fuentes documentales para conocer lo que ocurrió hace mil años son más bien escasas. Pero lo que el historiador del futuro se encontrará es inmenso y en distintos formatos.

–¿Y cuál es nuestro perfil como sociedad?

–Es una sociedad muy dinámica y vital. Pocas sociedades del mundo han cambiado tanto como la española en las últimas dos generaciones. Solo Japón, aunque lleva dos décadas que no levanta cabeza, después del gran milagro de los años sesenta y setenta. En España hemos experimentado cambios sociales de todo tipo: ahora tenemos multinacionales españolas, algo que antes no había; la irrupción de la mujer en el mundo laboral, el paso de una sociedad rural a una urbana, o el paso de una dictadura a una democracia sin ayuda externa. Todo eso indica una vitalidad extraordinaria. La parte negativa es que hay una especie de dejadez, de poco afán de superación.

–A usted se le reprocha que en su deriva ideológica haya recorrido el arco completo.

–¿Por qué se me va a reprochar? Fui de izquierdas y ahora soy de derechas, pero no creo que eso sea nada reprochable, es un proceso de maduración personal. Fui moderadamente de izquierdas. Nunca fui comunista, pese a que me vinculaban con el partido. La igualdad era el supremo valor para mí en aquel momento, pero transcurrido el tiempo y visto el grado de caciquismo, de corrupción... Para mí el valor principal ahora es la libertad y por eso soy de derechas.

–Pero eso no es un valor privativo de la derecha.

–Lo típico de la derecha es la libertad y lo característico de la izquierda, la igualdad. Y deben existir partidos que encarnen ambos valores, porque cuando flaquea uno, mala cosa. Ahora flaquea el de la libertad y no puedo ir a TVE.

–¿Hay una polarización excesiva de la vida pública?

–A escala de los líderes, quizá sí; en la sociedad, no. PSOE y PP tendrían que estar de acuerdo en muchas cosas, en reformas como estas que se están acometiendo, que son básicas y tendrían que hacerse de una forma consensuada. Y otras reformas, como que el Estado dejara de dar dinero a los partidos, a los sindicatos, a los empresarios y a las empresas no rentables.Supondría un gran ahorro y evitaría la corrupción que supone el mal uso de los fondos públicos.

–Pero existe una especie de aceptación social de la corrupción, que no tiene castigo electoral...

–Eso forma parte de la desmoralización general. Hemos visto que el que toca poder se corrompe. Todos los partidos que han gobernado se han visto envueltos en casos de corrupción, incluida la derecha, que es la que yo voto. No voy a ser tan ingenuo de decir que la corrupción es privativa de la izquierda o de los partidos nacionalistas. La corrupción llega a todos los partidos y eso decepciona a la gente.