Inspirado por las manifestaciones en Wall Street -que a su vez toman como referente las concentraciones del 15-M en España y las de Egipto e Israel-, un movimiento de indignados sin fronteras se extendió durante este fin de semana por ciudades de al menos tres continentes. La globalización de los mercados parece haber traído consigo una lógica globalización de la protesta.

Es precisamente ese carácter casi planetario lo que distingue al actual movimiento de anteriores brotes de malestar social. Indignados -o "iracundos", según la definición de la época- eran los escritores británicos etiquetados como "Angry Young Men" que ya en la década de los cincuenta del pasado siglo se revolvían contra las injusticias del sistema. El movimiento punk les tomaría el relevo en los años setenta al vindicar una especie de anarquía adornada con crestas y mucho ruido de guitarras bajo el depresivo lema: No future. No había futuro entonces para los jóvenes y tampoco parecen atisbarlo ahora -por propia experiencia- los que ocupan las plazas de Madrid, Nueva York, Tel Aviv o Tokio. La diferencia reside, si acaso, en que los anteriores movimientos eran de carácter más bien local y estético, frente al alcance mundial y a la clara raíz socioeconómica de las actuales protestas.

Menos radical que las que la precedieron, la corriente del 15-M ahora globalizada en el 15-O carece del toque amargo de los "Angry Young Men" y del aire vagamente nihilista de los punks. Aunque algunos o muchos de sus miembros pongan en cuestión la validez del llamado "sistema", lo cierto es que aspiran a reformarlo más bien que a destruirlo o a apearse de él en marcha. De ese carácter esencialmente constructivo y, por tanto, reformista, da fe el variado racimo de peticiones -a menudo sensatas- que ha ido desgranando el movimiento durante los últimos meses. Un batiburrillo a veces confuso que, sin embargo, podría resumirse en la idea de que importa más rescatar a la gente de sus penurias que a los Estados y bancos de la quiebra en que sus gobernantes los han metido.

Más allá de sus demandas concretas, lo que de verdad parecen haber descubierto los impulsores del movimiento de Cabreados sin Fronteras es que el mundo está en manos de los mercaderes, contra los que clamaban los eslóganes de algunas de las pancartas de este fin de semana. Tardío y quizá algo ingenuo descubrimiento. Los mercaderes y en especial los banqueros padecen una larga mala fama desde los tiempos de Shakespeare, que en una de sus obras ideó el cruel personaje de Shylock: aquel prestamista resuelto a cobrar cierta deuda sacándole medio kilo de carne del cuerpo a su deudor. Nada cuesta hacer un símil con la actual situación financiera que están sufriendo en sus bolsillos las gentes del común a las que se pasa la factura de la crisis en forma de rebajas de sueldos, pensiones y derechos, ya que no de carne. Son, sin embargo, los empresarios que fabrican y venden mercaderías quienes mueven la máquina de la producción bajo el viejo principio de que el dinero se hizo redondo para que el mundo gire. No han de ser ellos, en buena lógica, los aludidos por las diatribas contra los mercados y los mercaderes que se escucharon en las manifestaciones del fin de semana. Probablemente los indignados sin fronteras estuviesen pensando, más bien, en las gentes que se limitan a especular -sin producir nada- con bienes de primera necesidad como la vivienda; o en aquellos que apuestan por la quiebra de un país con la misma displicencia del jugador que pone una ficha en la ruleta trucada del casino.

Poco importa en realidad quienes sean los culpables. Hoy, como hace décadas, los jóvenes vuelven a tener la incómoda sensación de que no hay futuro para ellos. La diferencia, nada banal, es que su protesta trasciende ya las fronteras. Igual que los mercados.

anxel@arrakis.es