Habituado a chulear a la población con toda suerte de tasas e impuestos, el Estado acaba de encontrar ahora una nueva y muy ingeniosa fórmula de financiación en España. Consiste básicamente en que los trabajadores por cuenta propia le adelanten el dinero de sus futuros ingresos: una técnica de expolio que ni siquiera los más acreditados proxenetas osaron poner jamás en práctica con sus protegidas. Pero el caso es que le funciona.

De acuerdo con los últimos datos, son casi dos mil millones de euros los que los trabajadores autónomos le prestan aquí al Estado a cuenta de facturas del IVA que todavía no han cobrado y acaso no lleguen a cobrar nunca, tal como está la situación.

Quizá sea injusto -para las dos partes- comparar al Estado con un macarra, pero los hechos hablan por sí mismos. Al igual que los mafiosos, la institución estatal ofrece a sus súbditos protección y seguridad, les da cama y medicinas cuando están enfermos y hasta les concede una limosna a la hora del retiro, como tenía por norma el generoso don Corleone. A cambio, los beneficiados han de trabajar para esos interesados protectores durante toda su vida y aceptar las servidumbres que los gobernantes tengan a bien imponerles en forma de tributos.

Los españoles, que son gente de buen conformar, aceptan dócilmente que el Estado se lleve en impuestos la mitad de sus ganancias. Según cálculos optimistas, cada ciudadano de este país trabaja durante los primeros cuatro meses del año para Hacienda y solo a partir de entonces comienza a ingresar dinero que pueda denominar suyo. La versión pesimista sugiere, sin embargo, que el Estado se le lleva más de la mitad del sueldo, una vez agregadas al IRPF las sumas que obtiene por el IVA, los impuestos especiales y las diversas contribuciones de orden municipal y autonómico a las que cada español está sujeto. Los diezmos del diez por ciento de la cosecha que se pagaban a la Iglesia y los señores feudales eran casi una broma comparados con los modernos impuestos, si bien es verdad que los cobradores no devolvían entonces nada a cambio.

Todo esto resultaría difícil de comprender en otros países más puritanos y rebeldes como --por ejemplo- los Estados Unidos a los que imitamos en lo accesorio y despreciamos en lo esencial. Esa gran unión de repúblicas nació precisamente de una rebelión contra los impuestos sobre el té que les imponía la metrópoli británica: y acaso tal circunstancia explique la radical desconfianza de los americanos frente al Estado, que allá llaman Gobierno. Celosos de sus libertades individuales, empezando por la de la pela, los yanquis suelen votar al candidato que más alejado se mantiene de sus bolsillos.

Nada que ver con la España donde se discute sobre churras y merinas, pero en modo alguno se pone en cuestión la cantidad de lana que hay que soltarle al pastor del rebaño. A lo sumo, los explotados buscan triquiñuelas y pequeños embustes -¿con IVA o sin IVA?- para no pagar al proxeneta una parte de las ganancias obtenidas con el esfuerzo de su cuerpo. Más o menos lo mismo que hacen las pupilas que esconden en el sostén el billete de algún cliente para sustraerlo a la codicia del protector.

Ahora que vienen tiempos de crisis y la clientela del serrallo se resiente, parece natural que el Estado les apriete las tuercas a sus súbditos e incluso les cobre por adelantado los servicios que estos tienen aún pendientes de saldar. De hecho, los 1.930 millones de euros que los trabajadores autónomos han anticipado a modo de préstamo a las arcas públicas son solo el principio de nuevas exacciones a los currantes. No tardarán en llegar las subidas del IVA, de la gasolina, del tabaco y si preciso fuera del IRPF para saciar la voracidad de un Estado que, paradójicamente, ofrece cada vez menos prestaciones a sus pagadores. Se conoce que ni siquiera esto de vivir del trabajo de otros es ya lo que era.

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