Superado ya el tosco método del trabuco de Luis Candelas, el delito alcanza hoy un alto grado de sofisticación en España. Empieza a no ser infrecuente que los parricidas cobren pensión de viudedad por la esposa a la que ultimaron; y hasta se atribuye -presuntamente- a una alta personalidad el uso de una Fundación de socorro a los niños discapacitados para evadir dinero de origen dudoso a paraísos fiscales. Cuando menos en materia de delincuencia, este que antaño fue país de crímenes agrarios se ha puesto al nivel de las naciones con mayor grado de desarrollo.

El caso de los dos homicidas de Girona y Ourense, a los que la Seguridad Social abonaba puntualmente en la cárcel la pensión por sus esposas victimadas,delata hasta qué punto se han refinado las técnicas delictivas en España. Otro tanto podría decirse -aunque el asunto no sea en modo alguno comparable- de las artes de ingeniería financiera que al parecer habrían usado personas muy principales para captar dinero público, embolsárselo y esconderlo en lugar seguro, lejos de la vista de Hacienda. Nada nuevo, por otra parte, en este país donde cierto director general de la Guardia Civil resultó ser un caco y hasta los responsables del Banco de España y el Boletín Oficial del Estado se vieron en tratos indeseados con la Justicia. Si el grado de progreso de una nación se midiera por la altura de sus delincuentes, apenas quedaría duda de que España es toda una potencia.

Inesperadamente británicas, se diría que las clases dirigentes -e incluso las que no lo son- han adoptado la sutileza de espíritu de aquel Oscar Wilde que daba más importancia a los modales que a la moral. Mannersbeforemorals, hacía decir Wilde a uno de sus personajes para proclamar que la educación y la compostura son atributos que cualquier caballero de posición debe preferir siempre a la ética. Sobra decir que este principio ha sido elegantemente asumido por no pocas gentes de mando y brillo social en España, a juzgar por sus encuentros no buscados con los tribunales.

Otro escritor de las islas, Thomas de Quincey, fue aún más allá al teorizar hace casi dos siglos sobre el asesinato entendido como una de las Bellas Artes. No es que De Quincey fomentase la comisión de delito alguno, como es natural. Bien al contrario, consideraba el asesinato una línea de conducta "inapropiada, e incluso muy inapropiada" mientras el crimen no se cometiese. Una vez perpetrado, sin embargo, el asesinato pasaría a ser un legítimo objeto de estudio y consideración estética.

Algo de ese sarcasmo tan británico subyace bajo el caso de los dos parricidas que estos días ocupan espacio en los titulares y telediarios tras saberse que vienen cobrando desde hace años una pensión generada por ellos mismos a cuenta del asesinato de sus esposas. La noticia ha sido recibida con lógica indignación por el público, que acaso no entienda muy bien los laberintos de la burocracia asistencial y judicial. Menos se entenderá aún, desde luego, el hecho de que este notable y un tanto sádico refinamiento de los viudos pensionistas sea también una muestra de lo mucho que se ha sofisticado el ramo de la delincuencia en España.

Carente de una aristocracia como la británica o, cuando menos, una burguesía como la francesa, este país tiraba más bien a los crímenes labriegos de Puerto Hurraco. A falta de modernos asesinos en serie, abundaron los expertos en el manejo de la navaja cachicuerna o, como mucho, las taimadas envenenadoras de maridos.

Todo eso parece haber cambiado a juzgar por los últimos desarrollos que el arte del delito está experimentado en España. Los ingenieros de las finanzas más o menos inverosímiles y los criminales pensionados por sus actos han venido a darle un aire de modernidad a las tradicionales técnicas de la choricería que caracterizaban a este país. Aunque lo cierto es que bien podríamos prescindir de tales avances.

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