Acaba de arrancar con estricta puntualidad galaico-británica la temporada de tormentas en Galicia, reino que fue gobernado durante largos años por el Ciclón de Vilalba y acaso por eso siga registrando desde entonces una situación de gran alboroto en la atmósfera. La tempestad inaugural del otoño ha sido más bien de poca chicha, pero aun así trajo consigo una contradictoria sucesión de lluvias, vientos, truenos y temperaturas veraniegas. Obligados por los caprichos del clima, los gallegos adoptan estos días un aire extravagantemente caribeño a fuerza de combinar paraguas y ropa de verano bajo el impermeable.

La primera borrasca se ha cebado como de costumbre con Galicia, lo que demuestra -aunque ya lo sospechásemos- que este es un país con rasgos meteorológicos de lo más autóctono.

Nada dice sobre esa peculiaridad el Estatuto, pero tampoco hace falta. Mientras el resto de la Península lagartea al calor de los últimos soles del verano en la playa, aquí estamos ya metidos de hoz y coz en los disturbios atmosféricos propios del otoño.

Más preocupante que esta primera tempestad sin apenas tronada es la amenaza del ciclón tropical Nadine, que anda remoloneando por las Azores sin decidirse a tomar rumbo hacia España o internarse en el Atlántico. El errático comportamiento de la tal Nadine tiene confundidos a los meteorólogos, si bien las últimas noticias sugieren que esa bomba de lluvia y viento no llegará hasta la Península como en principio se temía. Tampoco pasará nada si por fin se resuelve a hacernos una visita. Las antiguas galernas, que ahora gastan la mucho más imponente denominación de "ciclogénesis explosivas", son ya casi como de la familia para los gallegos. Tal vez por eso se las bautice desde hace años con nombres de turista tales que Madeleine, Petra o Becky: por citar solo las últimas que decidieron pasar sus vacaciones aquí. Si Nadine se animase a recorrer el trecho que hay desde las Azores, no haría más que unirse a una larga lista de la que forman parte -como el memorioso lector recordará- el Klaus, el Quinten, el Gordon, el Xinthya y la temible Hortensia, que a pesar de ese nombre tan galaico nos dejó el país hecho unos zorros.

Los temporales son los mismos de siempre, cierto es; pero tal vez se hable más de ellos por las alarmas que emiten antes de su llegada -e incluso si no llegan- los servicios meteorológicos competentes. Ya que no en fuerza de viento, las borrascas han ganado en potencia expresiva. No es lo mismo, desde luego, que se te lleve el tejado una galerna anónima a que lo haga una ciclogénesis explosiva bautizada con nombre exótico por el Centro de Observación de Huracanes de los Estados Unidos.

Quiere decirse que, más que un cambio climático, lo que se ha producido en estos últimos tiempos es un cambio de denominación. Las modestas tempestades de toda la vida asumen ahora el mucho más rotundo y espantable nombre de "bombas meteorológicas", lo que sin duda ha de darles más empaque en los titulares. Luego, las borrascas se comportan tan predeciblemente como siempre; pero ya se sabe que el interés de las cosas no está en lo que son, sino en cómo las llamamos.

Lo único cierto es que, a la espera de que lo haga Nadine, Galicia se ha adelantado ya a los demás reinos de la Península en el negociado de las borrascas. Queda inaugurada la temporada de temporales.

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