Cuando, hace unos años, los trabajadores de la ONCE (vendedores del popular cupón) voceaban en la calle su "mercancía", recurrían al no menos popular "Mañana sale", "Mañana toca", en una invitación expresa al juego junto con el "¡Para hoy!".

Atrás quedaron aquellas voces y hoy, a la espera de esa especie de lotería que a todos va a "tocar" y que nadie, presumiblemente, querrá en su forma de condena, la sentencia del caso Prestige ocupa a los contertulios en emisoras de radio y televisión y mueve a la especulación en los medios de prensa en un martilleo incesante sobre lo que puede ocurrir. Si el fallo es o no condenatorio para el Estado español, para la compañía armadora del viejo petrolero, para las aseguradoras, etc.

Todo el mundo especula, pero nadie parece interesado, por temor a fallar, en adelantar un pronóstico. Este queda en la sapiencia del ortegano juez Pía quien en los meses que ha durado el juicio y el posterior estudio de los datos dados a conocer por imputados, testigos y abogados, habrá tenido tiempo para analizar los pros y los contras de una catástrofe que deja daños inicialmente estipulados en más de 4.000 millones de euros que ninguna de las partes quiere asumir.

¿Culpable el entonces director general de la Marina Mercante, José Luis López-Sor? El Estado español deberá responder por una inadecuada gestión de la crisis y el alejamiento de la costa de un buque-chatarra que, aprovechando previsiblemente su último viaje antes del desguace, transportaba una bomba compuesta por combustible basura que ningún otro buque hubiera aceptado en sus bodegas salvo en pago de una cantidad de dinero que pudiera compensar cualquier eventualidad.

Y deberá responder el Estado español porque, obviamente, los bienes del jubilado López-Sors no podrán compensar las exigencias de los damnificados. Ni siquiera la edad del exdirector general de la Marina Mercante permite a este pagar con pena de cárcel su teórica culpabilidad.

En idénticas circunstancias se hallan los oficiales del Prestige, por lo que, si se reconoce también la culpabilidad de estos, será su compañía y, en su caso sus aseguradoras, las que afronten una sentencia que, probablemente, achaque al mando español y los oficiales griegos las culpas de todo lo acontecido: a los griegos, por haber tomado la decisión de aproximar a la costa (en su afán de encontrar un lugar de refugio) un buque escorado con esa carga letal para el medio ambiente marino; al español, por pasear su soledad por el Atlántico en esa desesperada búsqueda de un país que pudiera acoger un petrolero en inminente peligro de hundimiento después de horas y más horas de navegación con rumbo incierto y de someter la estructura del buque al embate de las olas por babor y estribor y de los ejercicios de los remolcadores en un tira y afloja constante que pusieron a prueba la resistencia del viejo candray.

Son, aunque puede haber muchas variantes, las que el arriba firmante considera más lógicas consecuencias de un juicio que, a todas luces, va a dejar incólumes, limpias de polvo y paja, a un buen número de personas que, como mínimo, debieran de cumplir con, por lo menos, el reconocimiento de sus responsabilidades en unas decisiones que, seguro estoy, no fueron exclusivamente adoptadas por el veterano ingeniero naval al que el Gobierno de Aznar convirtió, por obra y gracia del ministro de Fomento de entonces, señor Álvarez-Cascos, en un director general de la Marina Mercante que ya ha pasado a la historia como el paganini de una historia cuyo final ni siquiera conoceremos totalmente mañana porque, a buen seguro, los recursos lo impedirán.