A Coruña ha demostrado un indiscutible amor por los relojes. Tiene reloj floral, un Obelisco que marca las horas y una importante colección de relojes antiguos en los salones de su Ayuntamiento. El frontispicio del viejo edificio del Real Consulado está coronado por una esfera con agujas que miden el paso del tiempo, y lo mismo le ocurre al palacio de Capitanía, y sabe Dios cuántos más habrá, sin contar la proliferación de pantallas digitales de hoy que, además de cronómetro, dan la temperatura.

La ciudad atrajo a lo largo de los siglos XVIII y XIX a algunos artífices relojeros extranjeros, que hicieron competencia a los coruñeses, cuando no acabaron uniéndose por vía matrimonial. Llegaron desde Suiza, Francia, Alemania o Italia y sus novedades eran publicitadas en la prensa de la ciudad. Dos de ellos destacaron sobre los demás, el suizo Enrique Luard y el francés Pedro Bailly, uno de cuyos ejemplares forma parte de la colección Grassy, reunida por el fundador de la casa de joyas y relojes.

Eran relojeros pero también orfebres, grabadores o pintores. Se instalaron en la zona más comercial de la ciudad: en la calle Real, en San Andrés o en el Cantón. Vendían relojes de su taller o de importación y a veces los exportaban.

Solo en la parroquia de San Nicolás había censados, entre nacionales y extranjeros, en 1797, ocho relojeros, además de catorce plateros, cinco pintores, dos escultores y un grabador, según consta en un documento sobre el empadronamiento de artesanos cualificados citado por uno de los mayores conocedores de la historia contemporánea coruñesa, Antonio Meijide Pardo.

Enrique Luard Falconier (Lausana, 1785) llegó a la ciudad con sólo 21 años, en compañía de dos de sus hermanos. Acababan de heredar de unas tías solteras y de gastarse la fortuna en París. Se instaló como orfebre primero en la calle de San Andrés. Su taller estaba provisto de "máquinas jamás usadas en este pueblo para trabajar toda clase de joyería", anunciaba. El gremio de plateros coruñeses, agrupado en la cofradía de San Eloy, lo recibió de uñas, y lo denunció por carecer del preceptivo título para ejercer el oficio. Después de una serie de recursos y reclamaciones, logró el título, pero, herido en su honor, rehusó unirse a quienes le habían hecho la vida imposible.

En 1811 Luard gozaba ya de gran prestigio como grabador, y su reconocimiento no hizo más que crecer. Amplió su negocio y, además de vender alhajas de plata, oro y pedrería, artículos de lujo y alta artesanía producto de su taller, se dedicó a expender barómetros y termómetros. En los años veinte se instaló en el Cantón Grande. El negocio iba como la seda, pero el traslado en esa década a Santiago de la Capitanía y la Real Audiencia, sumieron a Luard, y a toda la ciudad, en la mayor de las penurias económicas. Luard llegó a ser considerado pobre de solemnidad en un pleito familiar.

Pero como no hay mal que cien años dure, con el retorno en 1832 de las instituciones, A Coruña recobró el antiguo esplendor y Luard, que asimismo era un gran dibujante, reaparecía en San Andrés a finales de los treinta ofreciéndose también como "fabricante de instrumentos de matemáticas, física, cirugía y náutica".

Luard, que se había casado con una monfortina, no sólo enseñó el oficio a uno de sus hermanos, sino que dejó en herencia a sus hijos la semilla del arte de la orfebrería.

También orfebre y grabador fue Bailly, en cuyos hijos prendió igualmente el gusanillo. Llegado desde el Jura en 1822, empezó como dependiente en el taller de otro francés, Francisco Lavinay, entonces regentado por su viuda, Francisca Mayer, hija de Lorenzo Mayer, relojero originario de Alemania.

A principios de los años treinta e independizado, Bailly se asentó en la calle Real para vender al público relojes finos de fabricación extranjera, haciendo la competencia a relojeros locales como Antelo o Pumar y al propio Luard.

Bailly, que tenía que alimentar a una larga prole -nueve hijos-, fue farero de la Torre de Hércules e introdujo importantes mejoras en su funcionamiento, sin desatender su tienda de la calle Real, donde, según un anuncio de 1842, tenía a la venta "un surtido de relojes de campana para paredes, de ocho días de cuerda. Dan las horas y repiten la misma a los dos minutos y su despertador de áncora. Dichos relojes son todos de bronce, bien trabajados y acondicionados y a precios muy moderados". Un año más tarde, ofrecía otra joya, un reloj de bolsillo inglés de oro.

Hubo muchos nombres extranjeros en A Coruña decimonónica dedicados a la relojería, sobre todo franceses que acabarían nacionalizados españoles después de jurar obligada fidelidad a la Corona. Al de Bailly se sumaron el citado Lavinay, Pedro Vallar, Agustín Foltet, Tordat o Marcelino Bonnet. Meijide cita entre los franceses nacionalizados a Francisco Yago, Baltasar Bueba, Juan Emery, al marsellés Patricio Maifren y al parisiense Felipe Baltasar Boyvin Kimbell, que exportaba a Ultramar.

Entre los últimos decenios del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, aparecen relojeros alemanes llamados Juan Hefler, Luis Minch, José Tenny, que luego ejercería en Cádiz, y el ya mencionado Lorenzo Mayer Koppin, primero instalado en Ferrol y más tarde en A Coruña, a donde llegó con 56 años recién empezada la Guerra de la Independencia en busca de mejores perspectivas económicas.

Una hija de Mayer se casó con el relojero Lavinay, y sus cuatro hijos varones también siguieron el oficio. José instalado en Riego de Agua, y Rosendo, en la calle Real, al igual que Manuel y Lorenzo, que ejercieron con su sobrino Francisco Lavinay. Entre los italianos aparecen censados en esta época Francisco Bernetti, Domingo Verzelini, cuyos dos hijos continuaron el oficio igualmente, y el sardo Jorge Santiago Savaglio. El eslogan del alcalde Peñamaría de la década de 1960 La Coruña, ciudad en la que nadie es forastero parece que tuviera dos siglos.