Uno de los géneros clásicos de la gran pantalla son las épicas fugas de campos de concentración o penales de extrema dureza. Películas como Evasión o victoria y La gran evasión, que recrea la emblemática fuga de 76 pilotos aliados del Stalag Luft III, el campo de mayor seguridad de los nazis, de los que 50 fueron fusilados por orden expresa de Hitler tras volver a ser capturados, han decantado del lado de británicos y estadounidenses esa tradición bizarra en la memoria popular.

La gran evasión de Hollywood palidece sin embargo ante otra que permanece injustamente en el olvido o recordada solo por los ya escasos supervivientes y sus descendientes. Ocurrió el 22 de mayo de 1938, en la inexpugnable fortaleza navarra de San Cristóbal, que domina el monte Ezkaba, en plena guerra civil española. Casi 800 presos republicanos, entre ellos 185 gallegos, vivieron un breve sueño de libertad que acabó en matanza tras lograr escaparse de uno de los penales más duros de Franco y enfrentarse a una estremecedora cacería humana. Solo tres de los fugados, Valentín Lorenzo, José Marinero y Jobino Fernández, ninguno de ellos gallego, consiguieron alcanzar la frontera francesa y la libertad.

Las cifras de la represión que siguió a esta multitudinaria fuga son escalofriantes. Cerca de doscientos evadidos del fuerte, entre ellos 54 gallegos, de los cuales 15 eran coruñeses, fueron abatidos como animales durante la cacería que se emprendió y 622 fueron capturados vivos.

Catorce de ellos, considerados promotores de la sublevación, entre ellos el gallego Antonio Valladares, fueron condenados a muerte y fusilados públicamente en la ciudadela de Pamplona el 8 de septiembre de 1938.

El libro Los fugados del fuerte de Ezkaba (Editorial Pamiela), del autor Fermín Ezkieta Yaben, ha rescatado del olvido esta trágica hazaña de la que este mes se cumplen 76 años. "Sorprende que la probablemente mayor fuga carcelaria de Europa quedase solventada con dos escuetas notas oficiales, en contraste a la repercusión que tuvo en la prensa internacional. Tan solo el New York Times dedicó en ese mes de mayo de 1938 tres artículos a la fuga, aparte de los incontables en The Times, The Guardian, la totalidad de la prensa francesa. En el bando ganador, a la censura siguió el ocultamiento oficial por décadas. Nadie pudo sentirse orgulloso del balance cruel desatado sobre los fugados", señala Fermín Ezkieta.

Mayo de 1938. Coincidiendo con la batalla del Ebro, la más cruenta de la Guerra Civil, miles de presos republicanos se hacinaban en la fortaleza de Ezkaba, un penal de extrema dureza ubicado cerca de Pamplona. A solo unas decenas de kilómetros de la frontera francesa que representaba la utópica libertad para los reclusos. Una veintena de presos impulsaron entonces la revuelta en la cárcel donde malvivían cerca de 2.500 reclusos.

Tras reducir y arrebatar las armas a los guardianes, sorprendieron al resto de carceleros y atacaron las garitas de vigilancia. En unos minutos, el control del fuerte había cambiado de manos.

Los sublevados abrieron las puertas de las galerías e invitaron a salir al resto de prisioneros. Casi todos salieron corriendo, pero también muchos regresaron a sus celdas al intuir que la aventura tenía muy pocas posibilidades sin ningún apoyo exterior y después de que su única ventaja, la sorpresa, desapareciera con la huida de uno de los centinelas que dio la alarma y puso en marcha la caza de los fugados. Aún así, 796 decidieron jugarse la vida a cara o cruz.

David González, nacido en el pueblo ourensano de Armuiz y afiliado a UGT, era herrero y tenía 19 años cuando fue detenido en su pueblo. Permaneció cuatro años preso en el Fuerte, en condiciones muy duras. "Yo comía en un bote de melocotón, sin cuchara ni nada, un poco de agua con un par de patatas cocidas. Y un poco de pan. Los paquetes de comida que nos mandaban nunca nos llegaban porque no los dejaban pasar los guardianes". Del día de la fuga, David recuerda: "Yo no sabía nada de la preparación. Cuando nos enteramos oímos decir: ´¡Las puertas están abiertas, el que quiera que salga!´. Y nada más. Entonces intenté salir como todos, pero ya era casi de noche y, al ver que la cosa no iba bien, entré otra vez".

Quien sí formó parte del contingente de fugados fue el simpatizante anarquista Rogelio Diz, quien escribió unas memorias que serían recuperadas y editadas en 2004 en libro por su hijo, Rogelio Diz Rubianes. En él, Rogelio padre relata que "a mediados de abril de 1939 empezó a oírse un rumor del que pocos presos hacíamos caso; se decía que un grupo de ocho reos planeaban una fuga. Los comentarios se hacían con mucha discreción y aunque en nuestro grupo no estaba ninguno de quienes planeaban el escape, manejamos la información con cautela para evitar problemas en la prisión. "La tensión „prosigue„ desapareció con el tiempo y la monotonía se instaló nuevamente entre los compañeros; sin embargo, el 22 de mayo, a media tarde, un guardia de apellido Galán fue desarmado en la cocina por un preso comunista llamado Pico. Vestido con la ropa de Galán, Pico desarmó uno por uno a los demás guardias". Entretanto, "ya habían entrado en acción otra docena de compañeros que sometían, amarraban y encarcelaban a los guardias para evitar que dieran la voz de alarma. Varios entraron por sorpresa a la sala donde se encontraba cenando el cuerpo de guardia, cuyos desprevenidos elementos fueron desarmados y despojados de sus ropas, con las cuales se disfrazaron los presos: el penal quedó en nuestro poder y todas sus puertas fueron abiertas". Rogelio Cid salió de San Cristóbal en un grupo de 20 personas: "Francia quedaba a menos de sesenta kilómetros, pero como en el grupo nadie sabía hacia dónde, optamos por internarnos en los montes cercanos". Acosados por los franquistas, Rogelio y sus compañeros fueron detenidos en Estella pocos días después y trasladados nuevamente al fuerte. "El regreso al penal fue ominoso. Nos desnudaron y nos metieron en grupos en unas celdas enormes que se encontraban en los sótanos en los que la oscuridad, la humedad y nuestra desnudez formaban un cuadro dantesco. Así pasamos más de 48 horas, sin probar alimento ni agua, acurrucados unos contra otros". Rogelio Diz se benefició de una amnistía decretada tras la Guerra Civil, a finales de 1939. En libertad condicional, de regreso en Vilaxoán, le llegó una notificación por la que se le ordenaba volver a ingresar en el penal navarro, donde aún permanecería preso 16 meses más, "los más largos de mi vida".

José Bóveda era uno de los líderes de la CNT en Ventosela (Ourense), donde fue detenido a poco de estallar la guerra y sentenciado a 20 años de reclusión. "Allí dormíamos en el suelo con lo puesto; la comida era tan pésima que pronto nos quedamos esqueléticos por el hambre y la miseria. Yo tenía un traje de pana en una caja, me lo puse un día y, al cambiarme, no se me veía la camiseta de tantos piojos como tenía encima". El día de la fuga, José estuvo muy activo.

Participé en la toma del cuerpo de guardia, en el que había soldados de la quinta del 29 que apenas opusieron resistencia (...). Salimos de noche, en diversos grupos, pero a los dos días, como no sabíamos ni dónde estábamos, decidimos volver y entregarnos. Cuando llegamos a un pueblo cerca de Pamplona, en la carretera de San Sebastián, nos detuvieron, nos ataron con cordeles y nos metieron en una escuela. Vinieron entonces militares con un comandante al frente diciendo: ´¡Si estuviera en mi mano, no hubiera quedado vivo ni uno de vosotros!´. Tuvimos suerte, porque a otros literalmente los cazaron".

Silverio González vivía en 1936 en la aldea ourensana de Cardenoces: "Me detuvieron por ser de izquierdas ". Pasaría 11 meses en la cárcel de Ourense, hasta que a mediados de 1937 lo trasladaron a Ezkaba: "En el Fuerte nos trataron muy mal. A un oficial que fue a vigilarnos le habían dicho que éramos unos criminales. Tenía miedo de nosotros, pero luego se dio cuenta de que éramos seres humanos normales, y hasta nos invitó a tabaco". Aquel 22 de mayo de 1938 "el primer oficial iba con quienes repartían la comida, y entraron a la brigada para dársela a los presos formados en el pasillo. Le echaron mano y avisaron a otro oficial que estaba en la oficina para que fuera a la cocina porque no estaba bien la comida. Al salir, le apuntaron y también le redujeron. Cortaron el teléfono. Tomado el cuerpo de guardia, había que reducir a los de las nueve garitas que había alrededor del Fuerte. Abrieron la puerta para quien quisiera salir, pero yo no quise escapar porque no había cometido ningún delito".

Cazados como conejos

Basándose en el sumario contra los fugados "promotores de la sublevación", se ha logrado reconstruir aquel plan de fuga tan minuciosamente preparado durante semanas. "Para iniciarlo escogieron el momento en que se llevaba la cena a los presos, a las ocho de la tarde, hora en la que también comía la tropa de guarnición, y en la que era posible provechar la constante apertura de puertas para trasladar la comidas de la cocina del Penal a las brigadas y pabellones donde comían los presos".

Distribuidos en varios grupos, los reclusos de Ezkaba fueron reduciendo progresivamente a sus vigilantes y tomando los puntos estratégicos del Fuerte. "Sin necesidad de agredir a los funcionarios ni a los soldados ya desarmados, porque no se movieron por ningún ánimo de venganza, a pesar de las calamidades que allí estaban sufriendo", sostiene Félix Sierra, autor con Iñaki Alforja de un documental sobre la evasión.

Hubo, eso sí, una enorme confusión: muy pocos presos estaban al corriente de la fuga, cada cual buscó y preguntó a los amigos de confianza para decidir qué hacer; se supo que se había dado la alarma y que el Ejército acudiría inmediatamente. Una hora después de iniciado el plan, ya oscureciendo, se divisaban las fuerzas militares que subían en camiones hacia el Fuerte con potentes reflectores. Al final, 795 presos decidieron fugarse monte abajo en dirección a Francia y muchos otros volvieron a entrar en los barracones del penal. Muy pronto se desató la caza y captura de los fugados. El Ejército, ayudado por requetés y falangistas, les fue cortando el paso por puentes y carreteras. Los evadidos estaban desorientados, débiles físicamente, hambrientos, mal vestidos y, en su mayoría, desarmados. No hubo lucha ni resistencia. "Los fueron cazando como a conejos", asegura.