El norteamericano no ha sido nunca un cine monolítico, como podría deducirse de esa sólida imagen que ha proyectado sobre el mundo a través de su larga y azarosa historia. En su seno se han generado personalidades rebeldes, inconformistas y extremadamente combativas, lo mismo que han surgido perfiles profesionales que encajan como un guante en los rígidos esquemas de producción de los grandes estudios. Personalidades que se han instalado, desde sus contactos iniciales con la profesión, en una actitud de permanente oposición al establishment que representan las grandes compañías del sector, a pesar de que dicha actitud les haya convertido, en no pocos casos, en auténticos proscritos para la gran industria, como el ejemplo palmario del gran Orson Welles.

En este interesante apartado, en el que podríamos incluir a figuras tan respetadas por la crítica internacional como Robert Altman, Francis Ford Coppola, Brian de Palma, Martin Scorsese, Hal Ashby, Mike Nichols, Sam Peckinpah u Oliver Stone, cabría destacar, como paradigma incontestable de la insurrección al realizador, productor y guionista norteamericano Michael Cimino (Nueva York, 1939/Los Ángeles, 2016), cuya escasa producción (siete largometrajes en cuarenta años de carrera) contrasta notablemente con la excelencia artística que preside algunos de sus trabajos como director, especialmente aquellos que muestran su inequívoco compromiso con los conflictos históricos que han contribuido, a lo largo de la historia, a erosionar la imagen democrática de su país, como la guerra de Vietnam, los problemas raciales o la profunda desigualdad con la que se afrontaron -y se siguen afrontando- los problemas migratorios, asuntos medulares en toda su filmografía que lograron inclinar la balanza ideológica del neoyorquino hacia terrenos muy vidriosos, políticamente hablando, pero que perfilaron, sin embargo, una personalidad artística tan polémica como apasionante.

Cimino pagó muy cara su independencia, tanto que, con el paso del tiempo, su imagen se fue apagando lentamente hasta convertirse en un mero recuerdo de un tiempo, el que marcó las décadas de los años setenta y ochenta, en el que el cine estadounidense floreció con un esplendor inusitado gracias a un puñado de cineastas decididos a influir positivamente en la deriva de una producción cada vez más desconectada de la realidad y al afán innovador, que provocó el reconocimiento general de la crítica internacional, ante la importante oleada de realizadores europeos surgida tras la implosión de los llamados nuevos cines. Su estrella dejó de brillar durante años presa del olvido, a pesar de haber sido el autor de dos obras maestras que ya nadie se atreve a cuestionar: La puerta del cielo ( Heaven's Gate, 1980) y El cazador ( The Deer Hunter, 1978).

Pues bien, la aparición, el pasado año, de una versión ampliada y remasterizada en Blu-ray de La puerta del cielo en el mercado nacional volvió a poner de actualidad felizmente la malhadada figura de este gran cineasta, con piezas del calado de El cazador , Manhattan Sur ( Year of the Dragon, 1985) o, sobre todo, con La puerta del cielo. La reciente edición del libro Michael Cimino. Las puertas de América, un formidable trabajo colectivo coordinado por el crítico y escritor Miguel Díaz González, que rastrea, con rigor y exhaustividad la carrera profesional del autor de El siciliano ( The Sicilian, 1987), ha nacido con el mismo propósito: reivindicar la memoria de uno de los creadores cinematográficos más injustamente olvidados de la generación de los setenta y uno de los cineastas de culto mejor considerados por la crítica europea desde que pisó un plató en 1974 de la mano del gran Clint Eastwood.

Relegado a un segundo plano por los críticos norteamericanos tras su debut con Un botín de 500.000 dólares ( Thunderbolt and Lightfoot) e inexplicablemente incomprendido por la industria, Cimino compartió casi la misma suerte que sus admirados Francis Coppola o Sam Peckinpah, cuyas carreras están sembradas tanto de estrepitosos fracasos comerciales como de clamorosos éxitos taquilleros.

Ante la tiránica autoridad que imponían los productores sobre el montaje final de sus obras, Cimino jamás dio su brazo a torcer, aunque algunos de sus filmes acabaran vilmente mutilados por "imperativos comerciales". A pesar del relativo éxito taquillero obtenido por su primer largometraje, hubo de aguardar cuatro largos y fatigosos años para poder dirigir su segunda película, cuyo apoteósico recibimiento internacional y sus nueve nominaciones a los Oscar tampoco consiguieron recuperar, en el plano profesional, la confianza de los productores. Se trataba, nada menos, que de El cazador. Fue el reconocimiento unánime de su capacidad para expresar, en tres horas de metraje, el desmoronamiento moral de un país tras su participación en una de las disputas bélicas más prolongadas, estériles e incomprensibles del siglo XX.