Los países y sus gentes no deberían vivir uncidos a la excepcionalidad. Las exigencias del oficio de vivir sobran. La épica está bien para los cantares de gesta y hasta como recurso retórico para narrar los partidos de fútbol, pero como mandato cotidiano es agotadora. En la democracia, sabemos el dicho, cuando llaman a las seis de la mañana, es el lechero.

España lleva unos cuantos años instalada en la excepcionalidad permanente. Cuesta trabajo precisar el inicio. Mucho antes de las elecciones fallidas del 20 de diciembre de 2015 ya concurrían bastantes anomalías, unas de mano de la deriva independentista; otras a golpe de espuela de la crisis. No obstante, podemos convenir que a partir de esa fecha la inestabilidad se hizo regla: la repetición electoral y los sucesos de Cataluña son los sucesos sobresalientes. Cuando pasen los años, espero que recordemos como un episodio de gran ridículo, solo comprensible en este período de extravagancia, el autoexilio de Puigdemont en Bruselas.

Todo lo anterior tiene que ver con la reunión de Santa Bárbara, la cumbre del lunes en Oviedo con Juan Vicente Herrera, presidente de Castilla y León, y con Alberto Núñez Feijóo, jefe del gobierno de Galicia. Intento explicar por qué.

La normalidad institucional, en primer lugar. A esto se le suele dar poca importancia. Sorprende después de décadas de desarrollo del título octavo de la Constitución, pero la realidad es la que es: aún cuesta entender que las comunidades autónomas son actores del Estado. Que tres autonomías limítrofes con problemas compartidos se relacionen, cooperen lealmente y planteen propuestas también leales, nada agresivas ni estridentes, que lo hagan sin envolverse en sus banderas ni con el recitado de sus agravios particulares, debería ser visto con naturalidad, acorde con la lógica propia del Estado autonómico.

Entonces, ¿a qué vienen la extrañeza, las críticas y los elocuentes silencios con los que ha sido saludado el encuentro? Pues constatan que estamos acostumbrándonos más a la crispación que al consenso, a la tensión que el sosiego, que la cooperación empieza ser un bien extraño. Sorprende especialmente que se apunten las diferencias entre los tres presidentes con el índice de buscar culpables. Pues claro que Feijóo, Herrera y yo (perdón por citarme) discrepamos en nuestros rumbos políticos. ¿A estas alturas democráticas aún hay que destacar que la capacidad de alcanzar acuerdos debería ser un activo, casi una exigencia de calidad democrática? Me temo que la fragmentación política, festejada como un triunfo de la pluralidad frente al cansino bipartidismo, ha multiplicado las dificultades para el entendimiento. El consenso se ha puesto carísimo.

Son tareas pendientes. En efecto, los tres grandes bloques que abordamos -los incendios forestales, el declive demográfico y la financiación autonómica- deberían haber sido ya afrontados con las hechuras de seriedad y rigor que requieren los problemas de Estado. Éste es uno de los perjuicios más notables de este período: urgencia sobre urgencia, ha impedido despachar asuntos complejos y de una importancia indudable. A los tres citados podemos añadir la reforma de la Constitución, la transición energética y la suficiencia del sistema de pensiones. Todo, decisivo; todo, al tiempo, oculto y postergado a cuenta de la excepcionalidad. Para no dispersarnos, quedémonos sólo con la cuestión poblacional y la financiación. Sin la crisis territorial, sin un Estado obligado a razonar y defender su propia supervivencia, que es el extremo al que hemos llegado, probablemente ahora ya los tuviésemos encaminados; la realidad ha sido un encabalgamiento de prórrogas, de sucesivos aplazamientos que, a la postre, han impedido mejorar la eficiencia del Estado.

Lo sustantivo, en cualquier caso, es el contenido del acuerdo. Es difícil que la financiación autonómica entusiasme, dispare la voracidad lectora. En su propio nombre incluye un aviso de aridez y dificultad. Por eso me empeño en reiterar que no estamos tratando de una disputa entre gobernantes por hacerse con la mayor porción de dinero posible -ésa es la traducción gruesa y descalificativa- , sino de los recursos necesarios para mantener la sanidad, la educación y los servicios sociales. Nada más cotidiano, más relacionado con la vida diaria de la ciudadanía. Para calcular los criterios exactos de la financiación son precisos muchos conocimientos técnicos; para negociarlos, mucha y buena política; para tener claro cuál debe ser el desenlace, un modelo de Estado.

La declaración suscrita por los tres presidentes no es prolija en los detalles matemáticos, tampoco procedería enredarse en los coeficientes y los baremos. Al contrario, es muy rotunda y comprensible en los planteamientos. Por ejemplo, cuando reclama que el nuevo sistema sea el resultado de un consenso multilateral advierte contra la tentación del vis a vis, de la búsqueda a la carta de la soluciones particulares, sean para Cataluña, Madrid o cualquier otra comunidad. Si pedimos que se garantice "la prestación de niveles similares de servicios públicos en todas las comunidades con independencia de su capacidad para generar ingresos tributarios", apelamos a la igualdad esencial entre los ciudadanos de todo el Estado, con independencia de que hayan tenido la fortuna de cara en su lugar de nacimiento o residencia. Por cierto, ¿habrá un principio más progresista, más favorable a la equidad y contrario a la desigualdad? En fin, si proponemos que se pondere el envejecimiento, la orografía o la baja natalidad sólo reclamamos que se asuma hasta qué punto encarecen la prestación de servicios.

Cité el modelo de Estado porque la financiación determina en la práctica de qué España hablamos. Sería un puro trampantojo dedicarnos a proclamar el federalismo cooperativo si, previamente, avanzamos hacia un sistema que consagra, y hasta prefija, vía ordinalidad, la desigualdad entre ciudadanos y territorios.

Me gustaría concluir con un reconocimiento a la cordialidad y el rigor de Juan Vicente Herrera y Alberto Núñez Feijóo, a su capacidad para anteponer el interés general -en este caso, el interés general del Noroeste que también existe- a su fidelidad de partido. Sé que en estos tiempos igual les hago un flaco favor y hasta les provoco enemistades, pero qué le voy a hacer: estuve encantado de recibirles en Oviedo y estoy seguro de que podremos seguir hablando con seriedad de la financiación, la demografía, los incendios, las carencias de infraestructuras, la transición energética, el refuerzo de los puertos del Cantábrico y, ay, de tantas otras nieblas atlánticas que compartimos. La cooperación y la lealtad nunca estarán de más.