Teresa Blanco trabaja desde hace 35 años entre los fogones del colegio de Présaras. Años atrás, ella y su hermana preparaban a diario el menú a más de doscientos alumnos. Como en el resto de las escuelas rurales, la despoblación ha vaciado progresivamente las aulas de este centro de Vilasantar, que alberga actualmente a una treintena de escolares. Los tiempos han cambiado, pero las normas de esta cocinera se han mantenido inalterables.

Y las hay, que son estrictas. "En esta cocina nunca ha entrado pescado congelado", afirma rotunda. Su decálogo suena más que familiar. Suena a casa. Tere, como la conocen todos, pregunta todos los días a los profesores a qué hora llegarán a comer los niños. No le gusta que el plato se enfríe en la mesa: "La comida la sirvo recién hecha". Y más de una vez lleva a la escuela productos de su propia huerta "para que no se estropeen". Dice que su caldo, que muchos de sus exalumnos recuerdan con nostalgia, "no lleva muchas cosas" pero "todo natural". Y los fritos son más bien escasos. "Lo único frito son los calamares y los rebozo yo", explica esta veterana cocinera.

Su cocina "siempre está abierta". Y muchos alumnos han aprendido a su vera a hacer filloas, membrillo y mermelada. Y, sobre todo, a disfrutar de los productos frescos. "Tenemos un pequeño huerto en la escuela con perejil, puerros, zanahoria, lechuga...", explica Teresa. Los profesores de este pequeño colegio rural inciden en la necesidad de que la alimentación se cuide como una materia más. "El gusto también se educa", incide Javier. Y parece que el objetivo está más que cumplido. Solo basta revisar los mensajes de cariño que los exalumnos de este colegio dedican aún a Tere en el Facebook del centro y los piropos que dedican a sus platos: "¡Todavía me acuerdo de aquel arroz!" y otros muchos. Esta veterana trabajadora no desvela su receta. Los profesores lo tienen claro: "Cariño".