Todas las noches me desvelo. Pierdo un sueño que sinceramente sabía que nunca iba a llegar.

Cuando llega el momento en el que los gritos y llantos se adentran fuertemente en la habitación, tengo mucho miedo. Agarro fuertemente mis suaves y finas sábanas y me tapo el rostro ahora horrorizado y lleno de lágrimas. Sé que esto no me servirá de nada, pero así me siento más seguro.

En realidad, yo no soy el protagonista de esta historia. Soy más bien una sombra que no le importa a nadie... excepto a mi madre, que trata de ocultar lo que le pasa, lo que siente. Todo.

Ya no lleva faldas ni que queda con sus amigas ni hace prácticamente nada.

Vaga por mi casa con el peso de la culpa, de la angustia, del miedo. Mis pies se hunden en grandes océanos de lágrimas y lamentaciones a cada paso que doy. En mi cabeza retumban pensamientos oscuros y confusos. Son extraños, pero aterradores.

En la escuela no puedo pensar ni concentrarme. Mi mente se queda en blanco y aparece un monstruo. Es el mismo que maldigo todos los días por estar en mi casa y por cambiar mi vida radicalmente.

Cuando llego a casa, cabizbajo, sin energía y cansado, como siempre, procuro que él no esté en casa, sino que solo esté mi mamá.

Quiero despertarme, que todo sea un sueño, que el monstruo no exista y que mamá vuelva a sonreír.