A Marga, nombre ficticio, le sorprende que le digan que su salón es acogedor. Sonríe escéptica y señala con el dedo las calaveritas que adornan las estanterías. "¿En serio?", ríe. Tiene inclinación por lo gótico, lo siniestro, confiesa risueña. Y ha cultivado un humor negro le permite reírse cuando rememora una experiencia que hiela la sangre.

Hace cuatro años que ella y su hija de 12 años hicieron apresuradamente las maletas y dejaron atrás familia y amigos para comenzar de cero en Galicia. Se instalaron en un pueblo de la comarca en busca de refugio, de cuatro paredes al resguardo de gritos, golpes y amenazas. "Han pasado cuatro años y lo tengo siempre en la cabeza. Los primeros meses fueron terribles; al menor ruido, cuerpo al suelo", confiesa.

"¿Por dónde empiezo?". Cierra los ojos. Suspira. Le cuesta arrancar. Trabajaba de camarera en un bar, cuenta. Fue ahí donde conoció a su expareja: "Él era un cliente habitual". Comenzaron a salir, y al poco, muy poco, él le dijo que se quedaba a vivir con ella. "Pensé que estaba de cachondeo, pero solo unos días después, los hermanos le llevaron las maletas", relata.

Él, dice, era un "niñato" de 28 años. Ella rondaba los 35 y tenía una hija de 12. Pronto aparecieron las primeras señales de alerta. "Me decía cosas del tipo: 'O eres mía o de nadie', y pensaba: '¡Dios, cuánto me quiere!". El control fue a más. Cualquier charla intrascendente con un cliente abría la caja de los truenos. "Llega un momento en que sales a la calle con miedo a que alguien te salude, porque tienes bronca asegurada", cuenta. "Una noche se plantó en mi trabajo y me dijo que las únicas que trabajaban de noche eran las putas", relata. Fue su último día en el trabajo. "Te mete en un mundo en que tú eres la megamala, te cuestionas todo".

No recuerda en qué momento comenzaron los golpes. "Recuerdo los perdones, ni el Titanic... En esos momento sentía que se desvivía por mí, y eso que me decía cantidad de burradas, como: 'La carne que se come no se maltrata', y cosas así, ya ves", ríe, niega con la cabeza.Marga echa la vista atrás sin edulcorar nada, sin piedad consigo misma. "Te vuelves una mentirosa. Yo a mí hija le inculqué la mentira. Recuerdo estar en urgencias con ella después de alguna paliza y decirle que llamase a su abuela y le contase cualquier mentira", cuenta. En ese momento, solo sentía "miedo, miedo y más miedo", dice: "Me he arrodillado en urgencias para pedir que le dejen entrar [a él], que la que volvía a casa con él era yo".

Fue su hija la que puso la denuncia que marcó un punto y aparte. Fue una noche en la que él interrumpió una conversación entre madre e hija cuchillo en mano. "Nos encerramos en un cuarto, pero yo sabía que iba a tirar la puerta abajo. Le dije a mi hija: 'Voy a salir, si me oyes gritar, llama al 112'. Recuerdo que salí, él cogió el cuchillo y pensé: que acabe ya; llega un punto en que solo quieres que acabe". Su hija no le hizo caso: no esperó a oír sus gritos. Llamó inmediatamente al 112. "Entonces él fue a por ella. Yo no veía a la niña y en ese momento me vino a la cabeza una frase que me decía mucho: 'Para encontrar a la madre, solo tienes que matar a la cría', sonríe con amargura.

La rápida intervención de la Guardia Civil evitó una tragedia. "Salí a la calle, me tiré al suelo y pensé: 'Salí, estoy viva", cuenta. "No me dolía nada, solo sentía miedo", Fue su hija, con solo 12 años, la que puso la denuncia. "Yo lo negué, dije que era mentira, pero había parte de lesiones y me dijeron que la denuncia iba para delante. Estaba muerta de miedo", confiesa.

Lleva cuatro años en un pueblo de la comarca. Se casó hace unos meses: "Hasta ahora no me había sentido querida", confiesa. Cuando arrancó su nueva vida pesaba solamente cuarenta kilos. Las trabajadoras del Centro de Información á Muller son ahora sus ángeles de la guardia: "No me dejan sola ni un minuto. No les doy un 10, les doy un 20", agradece. Ha pasado página solo a medias. Su expareja pronto saldrá de prisión, ha intentado localizarla en varias ocasiones y amenaza a sus familiares en los permisos penitenciarios. "Mi hija no tiene Facebook, ni Instagram, no puede salir en las fotos del instituto... ¿quién es el condenado?", se pregunta con amargura.